MENSAJE
La leche
y las relaciones humanas
Carlos Rey
Crítica en Línea
Los años
de mi infancia los vivo en distintos lugares de Buenos Aires.
Cuando tengo cinco años nos mudamos a Bernal, un lugar
apropiado para vivir en paz, lejos del ruido de la capital.
Hay muy pocas casas, la mayoría de ellas adornadas
con jardines donde los chicos corretean cazando mariposas o detrás
de una pelota de trapo rellena de papel y forrada en una media
de mujer....
»Las mañanas son todas iguales. El olor a café
con leche me despierta muy temprano. Mi padre ya se ha ido al
trabajo. Al rato se empiezan a escuchar los gritos de los vendedores
ambulantes. Cada uno tiene su propio estilo, en especial el que
vende leche al pie de la vaca. Es un vasco fornido, de bigotes
enormes, que vende leche casa por casa, ordeñando la vaca
frente a la mirada complaciente y pícara de los chicos
que juegan en la calle.»1
Así relata el artista Jorge Porcel algunas memorias
de su infancia en su autobiografía titulada Risas, aplausos
y lágrimas. Es realmente cautivadora esa imagen de la
vaca del vendedor ambulante. Aquel vasco aprovecha el deseo de
su clientela de asegurarse de que la leche que compra es fresca
y no adulterada. Eso lo entendemos todos con facilidad, pues
a más de medio siglo todavía tememos que la leche
que consumimos haya sido adulterada, ya sea mezclada con agua
o de otro modo.
Si bien a todos nos preocupa la adulteración de la
leche, no parece alarmarnos que lo mismo suceda con nuestras
relaciones humanas más importantes. Cuidamos de que la
leche que tomamos sea fresca, mientras que descuidamos nuestras
relaciones al no mantenerlas al día. Así, por simple
descuido, se van amargando nuestras relaciones conyugales, familiares
y espirituales.
No es posible exagerar la importancia que tiene mantener actualizada
la relación con nuestro cónyuge, a la vista de
todos, sin nada que ocultar. Si no la cultivamos a diario, terminamos
anulándola. Lo mismo sucede con nuestros hijos. ¿Los
amamos lo bastante como para interesarnos por su mundo, es decir,
por sus amistades y los temas que los apasionan? ¿Les
mostramos nuestro aprecio al conversar con ellos, escuchándolos
y no sermoneándolos ni regañándolos nada
más?
¿Y qué decir de nuestra relación con
Dios, nuestro Padre celestial? Cuanto más fresca y entera,
mejor ha de ser, no diluida por los quehaceres de esta vida como
tanta leche que se vende por ahí. No nos conformemos,
pues, con practicar nuestra relación con Dios apenas durante
Semana Santa y Navidad. Mantengámosla al día, ya
que es esa relación divina lo que más contribuye
a que triunfen nuestras relaciones humanas.
1Jorge Porcel, Risas, aplausos y lágrimas (EE.UU.:
Editorial Caribe, 1998), p.
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