¡Qué viva El Naza!

Retumbó la música, se destapó el licor, se olió a fritura e incienso, se oyó el estruendo de los fuegos artificiales, sonaron las cornetas, repicaron los bolillos
¡Qué viva El Naza!

¡Qué viva El Naza!

Por: Luis Batista Especial para Crítica -

Repudiado por los protestantes, venerado por los católicos, adorado por espiritistas, paleros y por los fieles de la religión Yoruba… Es la máxima expresión del sincretismo religioso en Panamá, se llama Cristo Nazareno de Portobelo, es negro y por él, ¡no hay dolor!

La antiquísima imagen venerada por la tradición católica para reflexionar sobre el amor infinito de Cristo demostrado en su dolorosa pasión, volvió a perpetuar -de manera indirecta- el valor del sacrificio de miles de peregrinos que pagaron sus mandas, arrastrándose de rodillas, hombros, nalgas, espaldas y gimiendo: “No sé si es ardor o dolor, pero la sensación es la misma”, decía uno, mientras su acompañante le tiraba la esperma de una vela sobre la espalda

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La cultura Congo volvió a reafirmar su canto por la defensa de su orgullosa identidad negra y el valor de su creencia en un Cristo Negro, que le hace más cercana la fe a su etnia. Los fieles de Yoruba también tocaron sus tambores, encendieron sus tabacos, lucieron sus collares y así como lo hacían en tiempos de la colonia, invocaron sus deidades africanas, reemplazándoles los nombres por el de los santos católicos.

El histórico Portobelo, de tan solo 244.7 kilómetros cuadrados de superficie, se quedó más chico. Ese mismo pueblo que -pasó de ser gloria de la corona española y de las famosas ferias, a ser casi fantasma durante el resto del año- cobró vida con “El Negro” más famoso y querido de todo Panamá… Fe, libertad de culto y economía se unen, al tiempo que uno de los tantos buhoneros voceaba: “Lleve sus zapatillas nuevas que las que trajo ya le deben estar causando hongos por tantos días”.

Retumbó la música, se destapó el licor, se olió a fritura e incienso, se oyó el estruendo de los fuegos artificiales, sonaron las cornetas, repicaron los bolillos sobre los tambores, se alzaron las manos, y al ritmo del meneo y de los pasos para delante y los pasos para atrás, resonó un grito al unísono: “¡Qué viva El Naza!”

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