La oportunidad de Aaron Lake

Por: Por Julio César Caicedo Mendieta -

El extraño sueño de Aaron Lake siempre fue el de ser ermitaño, pero leyendo lo que cayera en sus manos. Además de un buen estudiante, fue un gran bromista y compañero, pero desde los jueves dejaba de asistir al ciclo porque tenía compromisos con su tío Don Juaco Escala, propietario de una cantinucha que abría sus puertas sobre la polvorienta carretera Interamericana en El Espino de La Chorrera.

Y fue pasando el tiempo hasta que la cantina perdió a todos los clientes que tomaban guarapo y sancochos de verduras con huesos sin carne. Entonces, estalló la Segunda Guerra Mundial y nuestros aliados comenzaron a construir más bases militares, aeropuertos y puertos.

El corpulento Aaron, que hablaba inglés, se fue como jefe de cuadrillas a construir el aeropuerto más grande de América Latina, allá en la isla de San Miguel, en donde se hicieron pruebas con químicos para matar chivos, caballos burros y vacas. Aaron conoció en Punta Grillo de San Miguel a la Panamá red. Y al ver cómo deleitaba el canyac a muchos soldados, se declaró enfermo y regresó a la cantinucha de su tío con todos los contactos para que le llevaran mariguana por sacos.

Había una jaula con loras de penacho amarillo que hablaban inglés que a los borrachos que se acercaban les gritaban algo así como “foquin yu”, “sanababich”, ”cueco cueco cuecoooo”, y terminaban con grandes risotadas.

El astuto de Aaron Lake, cuando vio que comenzó a crecer peligrosamente la oferta del canyac, se fue a los Estados Unidos a trabajar en cualquier lugar que tuviera libros. Se casó con una muy bonita doctora y que después de cierto tiempo se vinieron a vivir a Panamá, ya retirados de sus trabajos. Y cuentan que la hermosa gringa perdió la vida en un accidente en Puerto Armuelles. ¿Y qué hizo Aaron Lake inmediatamente después del entierro de su amada?, pues sin explicarle a nadie, ni a sus hijos, se dedicó a lo que siempre soñó, a dormir en el parque Cervantes, a leer todo lo que podía, tanto que a veces se le olvidaba comer, bañarse y hasta cambiarse de ropa. Cuando lo corrían de los lugares porque apestaba, caminaba en harapos hasta el río más cercano, se bañaba, procuraba una muda de ropa nueva, se acicalaba un poco y continuaba con su idilio de ser un ermitaño lector hasta el fin de sus días.

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