Las balas asesinas de ventorrillo, Coclé

Por: Por: Julio César Caicedo Mendieta. -

En El Copé de La Pintada, a cinco meses del golpe de estado militar de 1968, juran que no escucharon runrunes de levantamientos en armas de los boinas negras, de la Federación de estudiantes y menos de los feroces combates entre chiricanos internados en Piedra Caldera con las tropas de la junta militar orientadas por helicópteros gringos. Pero es que la tercera edad de la República de hoy en términos generales sabe más del tren bala Panamá Chiriquí con China continental, que de su historia, y menos del tema de los difuntos de Olá, Boca de Quije, ni quién fue la guerrillera constitucionalista Dorita Moreno que también murió en combate (la culpa de este analfabetismo histórico la tiene Meduca). De manera tal que menos sabían de golpes de Estado y de acontecimientos bélicos los inocentes niños de Ventorrillo, que murieron el 2 de febrero de 1969, por balas del Estado. En ese doloroso episodio, Andrés Quiroz, de 12 años, y su hermano Silvano Quiroz, de 14, que fueron acribillados por un comando militar que había llegado subrepticiamente a la región y que por las dudas disparó a los niños que se escondieron en la manigua, así como la policía de hoy, mató recientemente a dos niños indostanos en San Carlos, a quienes resarcieron en menos de un año y a los nuestros vamos para medio siglo y nada. Las consecuencias directas de toda esta incertidumbre histórica tuvo su origen en los militares de aquel entonces que dieron un golpe de Estado el 11 de octubre de 1968 a Arnulfo Arias Madrid, comandado por el mayor Boris Martínez y los tenientes coroneles José Ramos y Rubén Paredes.

El desgraciado suceso de El Copé se dio cuando los hermanitos Andrés y Silvano corrieron como pollos saltones por una botella, dispuestos a cumplir con el mandado que les había ordenado su mamá en la tarde del 2 de febrero de 1969. Ambos se habían distraído jugando pelota cuando fueron sorprendidos por el canto de la cigarra montañera de las 6:00 p.m., estrella sonora que muere entonando el canto de su poesía derramando sin egoísmo la sangre del esfuerzo de su corazón de cera, por todos los bosques nubosos y vírgenes de nuestro Istmo. Silvano y Andrés ya venían con la botella de kerosín de regreso a su casa. (continuará)

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