El "tour" de limpios

Son los limpios. Perrones que solo llegan a los puteros finos a hacer “window shopping”. Y eso es lo que hacen porque no están en condición de bajarse del bus con los 400 panchos necesarios para sacar a una chica.

En los puteros caros (y a veces los no tan caros) de Panamá abundan los turistas gringos y europeos, los hombres de negocios,  los yeyesitos y unos cuantos capos.
Pero si se mira detenidamente, entre mesas, podrán hallar un grupito de sujetos que en vez de comprar una botella de whisky, ron,  vodka o champaña, se congregan alrededor de sus cervecitas.  Cada uno tiene la suya, y no importa si han pasado 45 minutos desde que la pidieron; las condenadas pintas no bajan de nivel.
El “waiter” pasa una y otra, y otra vez, pero los “clientes” no vuelven a pedir que les reemplacen las cervezas. Entretanto, llaman a las putas para que se sienten con ellos, las manosean por todos lados, las vacilan, de a vaina les pagan 1 trago, y un rato después la mujer se va para no seguir perdiendo la hora.
Son los limpios. Perrones que solo llegan a los puteros finos a hacer “window shopping”. Y eso es lo que hacen porque no están en condición de bajarse del bus con los 400 panchos necesarios para sacar a una chica.
La mayoría de ellos termina en La Bocatoreña comiéndose a una chica con los ojos cerrados para que la imagen de la superfula de Le Palace no se les vaya de la mente. El resto, se conforma con la fiel Manuela.
Ahora, adivinen a qué grupo pertenecíamos nosotros aquella noche en la segunda parte del Tour de las Putas.
Hablo en plural porque aquella noche éramos dos. Yo y mi paciero Luchín, el exseminarista. Años antes, había estudiado para ser cura.
Cada uno cargaba con poco más de 100 panchos. Suficientes para varios polvos en La Mayor, pero esto era otra cosa. Nuestro “tour” esta vez se concentró en la breve pero altamente concurrida franja entre el bar Habanos, donde las putas del país van a buscar clientes en sus noches libres, y Le Palace, uno de los más exclusivos de la ciudad capital.

Habanos
Este es un bar abierto frente al Hotel Marriott en el área bancaria. En las noches de alto tráfico el sitio está literalmente flanqueado por mujeres despampanantes sin sillas donde sentarse.
Ahora, que el bar sea abierto no significa que las esposas pueden ver a sus maridos desde la calle. La iluminación de Habanos cuenta con unos reflectores apuntados de dentro hacia afuera, y cualquier persona que se asome desde un vehículo solo ve sombras. Si fisgonea mucho queda encandilado.
Lucho y yo llegamos y de inmediato los ojos de las putas se posaron sobre nosotros, como si fuésemos mansos magnates (yo llevaba una camisa y zapatos Kenneth Cole prestados para no desentonar, y un perfume de marca que una vendedora en Multiplaza me dio de muestra, así que funcionó el truco).
Ya en el sitio nos esperaban mi primo y un amigo (que afortunadamente no son limpios). Nos invitaron al segundo piso: un pequeño bar con tarima donde tipos que se notaba que no eran panameños rochaban con fulas y morenazas en comodísimos sillones mientras sonaba “Hotel California” en las bocinas. Todo sucedía frente a un show de pelo pelo.  
Lo primero que le dije a mi primo fue: “este man que vino conmigo estudiaba para cura”. Mi primo respondió: “¿Ah, con que sí?”.
El man se nos desapareció y al minuto volvió con dos morenazas que comenzaron a bailarnos y menearnos, frotando sus nalgas contra nuestras entrepiernas. Los ojos de Luchín se salían de sus órbitas.
La que bailó conmigo, Yeni, era una bella negra, delgada, pero culona. La nueva amiga de Luchín era mulatita y todo le abundaba. “¡Cabrón, te tocó la más buena!”, me decía para mis adentros.
De repente, Luchín me miró con cara de susto. “Ey cholo, ¿vamos a tener que pagar por esta meneada?”, preguntó.
“No te preocupes”, fue lo único que le contesté. Yo estaba demasiado ocupado con Yeni, quien me pedía tragos, me metí la mano dentro del pantalón y me decía de todo para que subiéramos al cuartito.
Anzuelos clásicos como “papi lo tienes grande” y “me gustas” fueron lanzados repetidas veces por Yeni para arrastrarme al cuartito. Le pagué dos tragos de 10 dólares cada uno, y luego del segundo, hasta me dio un fugaz beso en la boca.
Ella resultó ser panameña. Su precio eran 150 dólares por 2 horas, lo que no está mal si lo comparamos con los más de 100 dólares por solo una hora que me cobró la colombianita de porcelana de Golden Time semanas atrás en el primer “tour” de las putas. Lástima que hoy venía en plan de perrón. Además, aún faltaba un putero caro por explorar.
Luchín ya se estaba poniendo nervioso. Le había pagado 3 tragos a su mulata, con quien no había parado de sobarse, y le pedía 200 dólares por el polvo. Entretanto, a Yeni ya se le estaba activando la alarma de detección de limpios.
En típica despedida de perrón, le dije a Yeni: “Bueno Beby, disculpa, pero ya nos tenemos que ir mi amigo y yo”. Parece como que le caí bien y tenía cierta esperanza de que podría volverme un cliente más adelante, porque hasta me dio su número de celular.
 Luchín aún no podía creer que no le hubieran cobrado esa sesión de una hora de “table dance”.
Le Palace
Solo 150 pasos nos separaban de las ligas mayores: Le Palace. Un bar que está en el mismo lugar, con el mismo ambiente, el mismo letrero, el mismo tamaño y la misma distribución de sillas que conocí la primera vez que entré de perrón  hace 20 años. La única diferencia es la inflación.
Entramos y de inmediato sabíamos que era un sitio a otro nivel. Todas las putas estaban vestidas con lencería blanca que reflejaba la luz de forma que las hacía parecer ángeles entaconados. No había la más remota señal de celulitis en sus piernas.  Casi todas tenían tetas y culos aumentados por cirujanos que se notaba eran altamente competentes.
Entrando, a mano izquierda, el bar. Frente a nosotros varias sillas repletas de extranjeros y putas, y en el fondo, un escenario con una deliciosa pelinegra bailando en el tubo.
La mesita frente a nosotros tenía un letrero que explicaba que el “table dance” costaba 15 dólares. Sin embargo, no puedes tocar a la chica mientras te baila.
Nos sentamos en una mesa y pedimos (¡sorpresa!): dos cervezas. Mi amigo el exseminarista fue al baño a contar cuánta plata le quedaba en la cartera, y en eso una rubia alta se sienta a mi lado. Se llamaba Jessica, y mientras recogía mi mandíbula del suelo, pude notar los exquisitos detalles de una puta fina.
 Jessica, una chica de Medellín que calculo podía tener 26 años, resultó no solo ser una muñeca casi perfecta, sino que también era una excelente conversadora. Siempre me miraba fijamente a los ojos, como si realmente estuviera interesada en lo que yo pudiera contarle. Siempre sonreía discretamente.
Sus dientes no eran blancos, eran BLANCOX como del comercial. Su piel era como de porcelana, y mientras le contaba un chiste malo acariciaba una de sus piernas, macizas y firmes. Se notaba que iba al gimnasio regularmente. Esta mujer claramente estaba entrenada para lo que hacía, y me estaba hipnotizando.
¿Y saben cómo salí del “trance”? Escuchando cuando Jessica me dijo que para acostarme con ella tendría que pagarle 150 dólares al local para llevármela en mi auto, y 250 dólares a ella personalmente por el servicio. Eso sin contar los tragos previos que seguramente iba a pedirme.
Aun así, tenía que probar al menos algo, así que pagué un “table dance”. Fue tan bueno que me dieron ganas de robar un banco para sacarme las ganas que me dejó.
Al final, pasó lo que tenía que pasar. Cuando se dio cuenta de que de ahí no pasaría la cosa, Jessica se retiró dizque al baño, pero nunca volvió.
No sé qué estuvo haciendo el exseminarista en el baño durante 25 minutos, pero precisamente cuando Jessica se iba, él regresaba. Entre pintas y tragos a la mulata ya se estaba quedando sin presupuesto. Y yo también.
Vimos un par de “shows” y bebimos unas cuantas cervezas más antes de irnos por donde llegamos.
Al subirme al auto, abrí mi cartera. Ni para La Bocatoreña me quedaba.

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