Cuando el matrimonio se pone viejo
Siempre creí que cuando un matrimonio se jubilaba, el resto del camino de ese viaje de donde no se regresa jamás sería armonioso y con algunos altibajos,
Siempre creí que cuando un matrimonio se jubilaba, el resto del camino de ese viaje de donde no se regresa jamás sería armonioso y con algunos altibajos, pero grandioso. Pero he escuchado lamentos terribles de venerables ancianos que creyeron lo mismo.
Uno me explicó que no es lo mismo convivir 45 años con una pareja, ocupados cada uno con sus trabajos, con los afanes de la escuela de los hijos, viéndose si acaso en las noches a la hora de acostarse, que convivir después de viejo las 24 horas del día, todos los días del año con la misma cotorra.
Veamos, pues, algunos calvarios que jamás pensaron algunos ancianos que pasarían en el ocaso de sus vidas. En primer lugar, el amor que ofrecía celosamente la esposa se convierte en un totalitarismo comunista de padre y señor nuestro. La mecedora no es para postrarse en pijama toda la mañana ni desayunar, y hay que hacerlo después de barrer y recoger la mierda de los perros. Los comentarios sobre la actitud de nietos, hijos y nueras son potestad absoluta de la fiera de la casa.
Hay que bañarse tres veces al día porque no hay nada peor que el sudor de un viejo, tampoco es permitido cualquiera colonia o perfume penetrante para evitar el hostigamiento de la señora, que cada día se parece más a un teléfono ocupado. Una orden debe ser cumplida ipso facto y las preguntas deben ser contestadas de inmediato porque se corre el peligro de recibir un grito con decibeles desproporcionados advirtiendo la aparición de un viejo sordo en la barriada. Silbar sin el tono apropiado es peligroso para el viejo pendejo de la casa porque se toma como una picardía socarrona hacia la primera autoridad del jaragual.
Si al viejo le da por preguntar para qué es la plata del préstamo que está firmando, es humillado de la peor manera, dejándolo sin café o quitándole el control de televisor para que no vea noticias. Algunos nidos se convierten en mazmorras y pasan cosas peores, a tal punto que los viejos de la leal y “rial” ciudad de Panamá “abdican” y prefieren huir hacia los centros comerciales, otros que nunca probaron un trago se convierten en alcohólicos; otros, en ludópatas y el resto lo pasa tragándose un ajo entero diario o blandiendo una bandera de pendejo ante las circunstancias que les ha presentado la vida en sus últimos días.