El abatimiento
Reverendo Alberto, niño de once años de edad, regresó a su hogar después de la escuela. Era un día viernes, y su padre, Robert, próspero agente
Alberto, niño de once años de edad, regresó a su hogar después de la escuela. Era un día viernes, y su padre, Robert, próspero agente de seguros, estaba todavía trabajando. En la casa, como siempre, estaban su madre Catalina, de treinta y cuatro años de edad, su hermana Nadia, de cuatro, y su hermanito Kevin, de dos. Vivían en una cómoda casa en un suburbio residencial de San Bernardino, California.
Sin embargo, su mamá y sus hermanitos no estaban en la sala. No estaban, tampoco, en la cocina ni en ninguno de los dormitorios. Estaban en el garaje. Albertito halló colgados a los tres, cada uno de una cuerda. Una nota que dejó la madre daba cuenta, con una sola palabra, de la tragedia; la palabra: «abatimiento».
Aquel niño tuvo que haberse llevado una terrible impresión, la cual perdurará toda su vida. ¡Cómo se habrá sentido al ver a su madre y a sus dos hermanitos colgando de una viga! ¡Qué impresión, también, para el marido y padre cuando le dieron la noticia!
No obstante, las tragedias no nacen de la nada. ¿Qué fue lo que provocó esta? La familia de Robert Williams, el padre, era al parecer una familia feliz. Él tenía un excelente empleo. Ella era joven y hermosa. Los tres niños eran un encanto. La casa en que vivían tenía todas las comodidades. No se les conocía problemas.
Los parientes y amigos no se lo podían explicar. No fue crimen, no fue locura, no fue obra de un extraño. La única explicación era esa sola palabra en la breve nota que había dejado escrita Catalina: «abatimiento».
¿Por qué estaba abatida esa mujer que todo lo tenía? No dio nunca ninguna señal de angustia. Todo su abatimiento lo sentía por dentro, y ella sola lo sufrió. Pero llegó el día en que ya no dio más. Y en un instante, por algún derrumbe interior como casa que se desploma, tomó la fatal decisión.
El gran salmista David escribe tres veces en los Salmos 42 y 43: «¿Por qué te abates, oh alma mía?» El abatimiento ataca a cualquiera, incluso a personas eminentes.
En las tres menciones, el rey David agrega: «Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío» (Salmos 42:5,11; 43:5). Aunque nadie está libre de momentos de abatimiento, la fe en el amor de Dios, y la esperanza de una ayuda, libran al abatido. Sólo que hay que darle a Dios entrada en nuestra vida, pues cuando Cristo mora en nosotros, hay recursos contra el abatimiento.