Invasión del teléfono móvil
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil,
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le contaba a su interlocutor durante todo el trayecto una historia tan apasionante, que la señora, cuando llegó a su parada, decidió no bajar. Sólo lo hizo dos paradas más allá, para poder enterarse de cómo terminaba la historia.
El móvil ha cambiado nuestras vidas, nuestro sentido de la intimidad, de la soledad y la instantaneidad.
Nuestros abuelos e incluso algunos de nuestros padres vivieron sin el móvil, como subsistieron sin Internet, sin reproductores de mp3, computadoras y otros descubrimientos tecnológicos.
Como muchos inventos, en sí mismo es bueno. Todo depende de cómo se use.
El móvil nos acerca a la familia, amigos, compañeros, socios o clientes, y de qué manera. Nos facilita la comunicación e información. Pero también está destruyendo el lenguaje de nuestros adolescentes, fomenta una comunicación trivial y un gasto absurdo y es uno de los instrumentos que contribuyen más al “ruido ambiental”, a no parar, síndrome de nuestro tiempo.
Convendría hacer un alto en el camino y dejar sonar, sin respuesta, nuestro teléfono, para reflexionar en qué nos hace crecer y en qué retroceder en nuestra alegría y paz interior. Gracias a la existencia del teléfono fijo, Serafín Madrid tuvo la gran intuición de fundar el Teléfono de la Esperanza, que ha permitido a miles de personas encontrar, en medio de la desesperación y la amargura, un salvavidas al que asirse en su tempestad y su noche. Ojalá el móvil, además de facilitar peticiones de ayuda en toda clase de de emergencias, pueda despertar iniciativas así.