MANUEL E. AMADOR EN LA PLÁSTICA PANAMEÑA

Del ensayo titulado: MANUEL E. AMADOR – Un espíritu sin fronteras. Por: Rodrigo Miró – donde hace quizás el más grande repaso de la vida

JOSÉ MORALES VÁSQUEZ. / JOSÉ MORALES VÁSQUEZ.

Del ensayo titulado: MANUEL E. AMADOR – Un espíritu sin fronteras. Por: Rodrigo Miró – donde hace quizás el más grande repaso de la vida artística del Prócer de Panamá – editado en la Universidad de Panamá en 1966, vamos a trascribir en su totalidad en varios domingos, este ensayo, que es de extraordinaria valía para los estudiosos del arte panameño.

En el Hospital Santo Tomás de esta ciudad, el día 12 de noviembre de 1952, murió Manuel E. Amador, el hombre que concibió y diseñó el emblema patrio. Su deceso provocó convencionales manifestaciones de duelo oficial y alguna fugaz referencia al excéntrico creador del panamane, idioma universal de su cosecha. También en el grupo juvenil de pintores, autocalificados de independientes, el deseo de recordarle al país con una exposición de cuadros y dibujos de Amador inaugurada nueve día después, porque D. Manuel dejó una obra de fundamental importancia en el proceso de nuestras artes plásticas, floración espontánea de un hombre impar cuya biografía, permanente ejercicio de plenitud, es aventura digna de contarse.

Nacido en Santiago de Veraguas el 25 de marzo de 1869, hijo del Dr. Manuel Amador Guerrero y María de Jesús Ferrero (), Encarnación del Carmen, que así lo bautizaron, llegaba predestinado a la carrera pública, como que su padre, médico de profesión y político vocacional, era figura eje del conservatismo de Panamá.

Avecindando en el Istmo desde 1854, recién concluidos sus estudios en Cartagena, Manuel Amador Guerrero vivió sus años de iniciación panameña en Santiago de Veraguas. Militante de la política, fue edificando una afortunada carrera que lo llevó a la Cámara Provincial y a la Gobernación del Estado, lo mismo que a los escaños del Congreso, y lo convirtió con los años en el jefe natural de su partido. De ahí que terminados los estudios del joven Manuel –contabilidad y administración de negocios, “en un pueblecito del Estado de Nueva York”- su progenitor le facilitara el ingreso a la burocracia. Y como empleado público cumplió una notable ejecutoria. Escribiente de la Secretaría de Hacienda, secretario privado del Gobierno en 1890, oficial primario de la Secretaría del Gobierno desde diciembre de 1893, - acababa de casarse con la señorita Emilia Alba- a finales de 1894, cuando fue designado administrador provincial de Hacienda en Colón – de cuyo Municipio fue dos veces consejero y cuya prefectura declinó-, pasó a la Administración General de Hacienda del departamento (1900). Para asumir luego la máxima autoridad del ramo (1903). Proclamada la República, la Junta Provisional de Gobierno lo confirmó como secretario de Hacienda en el primer Gabinete republicano. Sin embargo, el 2 de febrero de 1904 fue nombrado cónsul general Ad – honorem en Hamburgo, semanas antes de que Manuel Amador Guerrero asumiera la presidencia de la República. Y en enero de 1907, trasladado a Nueva York con el mismo cargo consular, empleo de que se le privó al encargarse del poder D. José Domingo de Obaldía, en octubre de 1908.

Sin vínculos oficiales, D. Manuel vuelve al Istmo. En abril de 1909, lo encontramos en Panamá. El 2 de mayo siguiente muere su padre, de quien hereda cinco mil dólares. En septiembre vende una propiedad en la ciudad de Colón. Son sus prolegómenos de su retorno a Nueva York, donde vivirá más de tres lustros. Allí se afirmará y realizará su vocación de pintor, y germinará luego, entre otras cosas, su idea de un idioma universal.

No parece propio que en la plenitud de los 40 años, por un leve traspié político, sin motivos visibles decida abandonar su país para afrontar los riesgos de un nuevo programa de vida. Acaso obedecía a su propensión mística premonitoria, ya manifestada en el trance del nacimiento de la bandera. Y su intuición del instante debió ser la pintura. Apoyo el supuesto en el hecho de haberse inscrito Amador en 1908 en la escuela de Robert Henri, uno de los responsables de la renovación plástica en Norteamérica. Y en la circunstancia adicional, bien elocuente, de que la porción mayoritaria de su obra, la más significativa, es fruto de los años 1910 – 1914.

En Nueva York compró una casa y mantuvo una especie de pensión. Dejó de pintar hacia 1914, aunque prolongó su residencia allí, ocupado en dar rienda suelta a su talento inventivo. Sabemos de un método para el aprendizaje de piano-en su juventud se aficionó a la música y perteneció a una Estudiantina – y de un idioma universal.

CONTINÚA EL DOMINGO 19 DE ENERO.



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