No debo desobedecer a mi maestra
Con mala ortografía y torpe letra, el chico comenzó a escribir. Evidentemente el muchacho era rebelde e indisciplinado. Como castigo, la maestra le había asignado una tarea
Con mala ortografía y torpe letra, el chico comenzó a escribir. Evidentemente el muchacho era rebelde e indisciplinado. Como castigo, la maestra le había asignado una tarea especial. Debía escribir, 300 veces, la frase: «No debo desobedecer a mi maestra».
Se trataba de Jorge Licea, de origen mexicano. Estaba asistiendo a una escuela pública en la ciudad de Los Ángeles, California. Jorge escribió, y escribió, hasta el fin de la clase. Al día siguiente, Jorge llegó temprano a la escuela, pero no se juntó con sus amigos. Estaba como confundido y melancólico.
Quieto y sombrío, se detuvo en la puerta de su aula y comenzó a llorar. Luego, ante el espanto de sus compañeros, sacó de su bolsillo un revólver, se lo puso a la sien y apretó el gatillo. Jorge Licea tenía 10 años de edad.
Este caso conmovió a la gran ciudad. Terminada la investigación, se halló que la causa de la tragedia no era la tarea que la maestra le había dado. El castigo solo hizo estallar una causa que era mucho más profunda que una simple tarea.
La causa, que procedía de la vida del muchacho, tenía que ver con su hogar. Allí estaba evidenciada la fórmula de siempre: pobreza, violencia, drogas, alcohol y maltrato. El niño vivía en un infierno. Con apenas 10 años de edad, ya había aguantado todo lo que un ser humano es capaz de aguantar. Y como no vio salida alguna, optó por quitarse la vida.
Así es la vida de muchos niños y niñas en este mundo perdido y desviado en que vivimos. Quizá usted, mi querido joven, se encuentra en una situación parecida. Quizá la vida suya también sea un infierno. ¿Será eso todo lo que este mundo ofrece? La respuesta, positiva y categórica, es: «¡No!».
En cierta ocasión Jesucristo dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos» (Lucas 18:16). Cristo, el autor de la vida, tiene una compasión muy especial por todos los que sufren injustamente.
Invitemos a Cristo, queridos padres, a ser el Señor de nuestro hogar. Cuando él reina en el hogar, hay serenidad y madurez y juicio y paz. Solo Cristo produce cordura y armonía. Él quiere salvar nuestro hogar. Permitámosle entrar.