Cada cierto tiempo, la Corte Suprema de Justicia o algunos de sus miembros se ven involucrados en un escándalo. En casi todos los gobiernos democráticos surgidos tras la caída de la dictadura se ha desatado una tormenta contra los magistrados.
El problema no está en la institución, sino en los hombres. Cada uno de los mandatarios trata de designar a figuras que de alguna u otra forma han tenido relación con él o forman parte de su colectivo o de la alianza que lo apoya. El que seas político o allegado al Ejecutivo no es el problema, sino que los magistrados sepan separar eso, mantegan independencia en el ejercicio del cargo y que en sus actuaciones imperen la honestidad, transparencia y objetividad.
Ya hemos visto que en cada período se nombran comisiones o se hacen estudios, pero los señalamientos contra el �rgano Judicial persisten. Hay leyes de sobra, archivos repletos del diagnóstico de los problemas en ese �rgano del Estado, pero algo sigue podrido.
Frente al nuevo escándalo en el que figura un magistrado presuntamente envuelto en conspiraciones para sacar a la antigua jefa del Ministerio Público, las partes deben cumplir su papel. Que la denunciante presente las pruebas que alega tener ante la Asamblea Legislativa, que los diputados cumplan su función y que el magistrado dé la cara. Solo así se podrá aclarar si estamos frente a un delito o ante un "show" provocado por disputas particulares de los involucrados.
Al mismo tiempo, los integrantes de la Corte Suprema de Justicia deben entender que frente al cargo que ostentan siempre serán objeto del escrutinio público y, por ende, deben guardar un comportamiento y actuación propios de su investidura. Si un magistrado no es capaz de entender eso, entonces, que se vaya al sector privado, para que goce de la libertad propia de los particulares.