Todos los pueblos congregados, integrantes de los países civilizados del mundo, por mandatos legales, deben de manera obligada elegir, unos, cada cuatro años; otros, cada cinco años, los gobiernos que los han de regir por orden constitucional. Estos deberes y derechos consagrados en la Carta Magna provienen ni más ni menos de las necesidades provocadas por los atestamientos sociales, donde palpitan las urgencias que piden en voz alta soluciones, caldeadas de obstáculos insuperables. El escogido para regir los destinos del país, no puedo ser yo, tampoco fulano, mengano, zutano o perengano, sino un miembro prominente de cualquier partido omnipotente. Siempre he dicho que en estos casos de elecciones pagamos justos por pecadores en la toma de decisiones, pues la cuchilla dará el corte igualitario del conteo. Las comunidades aquí, resuelven sus problemas solas, saliendo a solucionar las vicisitudes en las calles, en uso de los sonidos guturales del balbuceo de la palabra, aunque sea así, porque el elegido después de las elecciones, no lo volveremos a ver más. Para comprender mejor estas incomodidades decepcionantes, es necesario haber vivido dentro del vientre del monstruo del engaño. Si hubiese salido alguna vez elegido en la vida, la existencia sería cumplida en el seno de la comunidad que me prodigó el derecho de representarlos, listo y aprestado, mostrando la solución de las calamidades. Somos penitentes lisiados por el peso del pecado con la única esperanza de purgarlos bajo la sombra del muro de los lamentos, fija la mirada en lo azul del cielo en espera del milagro que no llegará jamás. Estos efectos se suman a la constante habilidad que ya no la podemos borrar del mapa. Tenemos que complementar con la exacta medida lo que nos queda por hacer, de lo contrario, la misma falta estremecerá como bumerang, golpeando nuestra conciencia. Detrás de la fachada suceden muchos acontecimientos que no lograremos comprender nunca.