Un amigo me comentaba que la hijita de su sobrina mayor saltaba en un pie porque había sido escogida para participar en un reinado infantil en su escuelita, a todo meter. Sus rizos negros brillaban aún más y su sonrisa blanca perfecta era preciosa y evidente, tan evidente que contagiaba a cualquiera por todos los rincones de su hogar.
Los requisitos para ser la reina infantil: recolección de la mayor cantidad de periódicos posibles, pues con el dinero del reciclaje se pueden hacer preciosas obras que beneficiarán el plantel, así que padres, familiares y amigos hicieron sus contactos y llevaron una cantidad que consideraron apropiada para competir.
Llega la fecha del certamen, con su respectiva organización ceremonial, y se anuncia a la ganadora. La preciosa niña, alegre y regocijada por el triunfo, no entendía las malas caras y gritos de una turba molesta. Camiones con diez toneladas, murgas, música de discoteca, pitos y una extensión de la algarabía carnestolenda opacaron la luz inocente que alumbraba una celebración infantil.
Como padres de familia a veces exageramos y perdemos la proporción de lo que hacemos por nuestros hijos. Convertimos un evento sencillo y de buenas intenciones en una fiesta de orgullo y falsa vanidad que promueve un antivalor materialista, con la excusa de hacer lo mejor por los nuestros. La idea de competir se complementa con una adecuada porción de las acciones que solemos realizar para destacar las cosas buenas que como familia podemos hacer por nuestros niños. El problema está en el hecho de que cuando ocurre este tipo de situaciones, acostumbramos a nuestros hijos a una visión exagerada y negativamente competitiva sobre hechos que en su naturaleza tienen las mejores intenciones.
No malcriemos nuestros hijos de esta forma. Ellos crecerán pensando en la abundancia, pero cuando venga la marea baja no sabrán qué hacer porque nadie nunca les enseñó que no todo es fácil en la vida.