MENSAJE
Piel de
Dios
Carlos Rey
En el año
1701 los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron
el río Pilcomayo hasta llegar a la frontera del imperio
de los incas. En el Valle de Salinas divisaron, maravillados,
las primeras alturas de los Andes, y decidieron sentar bases.
Un día aparecieron en su comarca, también después
de mucho andar, los frailes franciscanos de Chuquisaca. En sus
alforjas llevaban objetos extraños y fascinantes. Afortunadamente,
no se hicieron rogar los mensajeros de Dios antes de abrir y
mostrarles aquellos objetos. Más bien, aprovecharon el
visible interés que manifestaron para comunicarles, por
medio de intérpretes, que eran libros sagrados. Como aquellos
indígenas nunca antes habían visto el papel, ni
se les había ocurrido que lo necesitaban, no tenían
en su propio idioma ninguna palabra para llamarlo. Así
que cuando se enteraron de que el papel servía para enviar
mensajes a los amigos que estaban lejos, decidieron ponerle por
nombre «piel de Dios».1
El que los chiriguanos relacionaran el papel con la piel no
tiene mayor importancia, pues desde tiempos antiguos hasta hoy
se escribe y se forran libros en pergamino, que procede precisamente
de la piel de animales. Pero es muy significativo que esa piel
fuera la de Dios, y que la razón fuera que el papel sirve
para enviar mensajes a los amigos que están lejos. Porque
lo cierto es que Dios el Padre, desde el cielo lejano, envió
a la tierra a su Hijo Jesucristo como su mensaje encarnado, forrado
con piel humana,2 a fin de dar la vida por nosotros y así
identificarse como el amigo que más nos ama. Antes de
morir, Cristo dijo que «nadie tiene amor más grande
que el dar la vida por sus amigos».3 Con eso nos dio a
entender que su muerte serviría no sólo para salvarnos,
sino también para demostrarnos que es nuestro mejor amigo.
Lo que Dios espera de nosotros es que correspondamos al supremo
amor de Cristo aceptando su oferta de amistad. No tenemos que
hacer nada para merecerla, pero sí tenemos que aceptarla
para que se haga realidad en nuestra vida. De nada nos sirve
que Cristo haya dado la vida por nosotros si no le entregamos
la nuestra a Él. ¿Por qué no le enviamos
un mensaje de vuelta al que nos ofrece la mejor amistad del mundo?
Digámosle: «Querido Señor Jesucristo, gracias
por tu amor y tu amistad. Los acepto consciente de que no he
hecho ni jamás podré hacer nada para merecerlos.
Perdona todo pecado que he cometido y toda infidelidad pasada
de la que sea culpable. Toma posesión completa de mi vida.
Ayúdame a servirte de todo corazón y a ser fiel
amigo tuyo hasta la muerte. Gracias porque, lejos de estar distante,
has querido estar conmigo hasta el fin del mundo.4 Y gracias
porque un día te limitaste a piel humana como la mía,
para que la mía pueda un día ser glorificada como
la tuya.»
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1Eduardo Galeano, Memoria del fuego II: Las caras y las máscaras,
17a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1995), p. 4. 2Jn 1:14 3Jn
15:13 4Mt 28:20
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