No son cosas materiales las que traen la felicidad a la vida. La sonrisa de una bebé recién nacida; un apretón de mano en un momento de tristeza; un atardecer frente al mar, con destellos de luz púrpura y naranja; el beso de mamá... Nada de esto se puede comprar o vender. Están ahí, puestas para todos por la vida.
El mismo principio se aplica para la atención a los amigos que llegan a la casa de uno. No hay que ofrecerles mucho; basta con una buena actitud, hospitalidad, alegría y complacencia. No se trata de tenerles finos licores, comida a granel, sillones de cuero ni amplias salas con aire acondicionado. Así sea un taburete, si realmente es nuestro amigo y nos visita en casa, se sentirá en el cielo si a cambio le damos una sonrisa sincera, y muestras de real felicidad por tenerlo con nosotros.
Igual podemos decir de los visitantes que llegan al país. Si bien ellos quieren estar cómodos, que haya lugares atractivos y seguros donde ir a comer y bailar, así como sitios dónde comprar, lo que más y mejor le podemos ofrecer son nuestras cosas naturales, que son muchas y hermosas. Y, sobretodo, la mejor de todas: a nosotros mismos.
Debemos aprender a tratarlos como es debido, para que vuelvan y lo hagan en nuevas compañías. Aprendamos a sonreír y a servir a los visitantes; ellos solo esperan hospitalidad y buena compañía: lo demás es añadidura. |