Las bolsas con alimentos que reparte el Gobierno entre los pobres de este país se han convertido en un alivio pasajero al hambre, promueven la politiquería con los fondos públicos y fomentan el paternalismo y la vagancia entre la gente que ya no sabe ni cómo se siembra un palo de yuca.
Esta práctica incrementada en las tres últimas administraciones gubernamentales más recientes acabó con los huertos caseros, las crías de gallinas de patio y la ceba de puercos en chiqueros que antaño servían para complementar la dieta del panameño común.
En vez de gastar tanto dinero en comprar alimentos para regalarle a su clientela, alcaldes, diputados y representantes de corregimientos deberían facilitarles herramientas de trabajo, semillas, animales de corral y tierra para la siembra.
En la escuela, los niños ya no aprenden agricultura, y para ellos el machete, la coa y el arado son herramientas del pasado. Nadie les explica que la comida que consumen a diario proviene del campo donde también hay grandes oportunidades de hacer negocios honradamente y cumplir al mismo tiempo la noble misión de alimentar a sus semejantes.
Desde que los norteamericanos abrieron el canal, la población rural se volcó a las ciudades para obtener el sustento en la economía de servicio, y el sector agropecuario cayó en el abandono.
Las nuevas actividades económicas tales como el turismo, la actividad inmobiliaria, el canal, la exportación y reexportación, tienen que ir de la mano de la producción de alimentos para evitar que en el futuro seamos un país dependiente de los grandes centros de poder financiero, con dinero, pero sin qué comer.