Había una vez un joven a quien, terminada la escuela secundaria, envió su padre a estudiar a un país lejano. El pobre joven acababa de enamorarse de una señorita ingeniosa. Ella, consciente de lo difícil que sería atizar a distancia las brasas de su amor, le dio de recuerdo a su novio, antes de su partida, una foto en la que escribió al dorso: ��sta no es para que al verme me recuerdes, sino para que al recordarme, puedas verme.� Lo que ella no contempló es que, durante los largos meses de separación, cada vez que ese joven se acordara de ella -con y sin la ayuda de la foto- recordaría no sólo los momentos alegres que habían pasado juntos sino también los tristes. Junto con las memorias agradables surgieron las desagradables. Lamentablemente, él se acordó de sus mentiras, ofensas, regaños, celos y arrebatos. Con el tiempo el fuego se apagó, y nuevos fuegos perdonadores se encendieron en su lugar.
No era justo que el imperfecto joven de esta parábola recordara lo malo junto con lo bueno que tenía su novia, pero era probable por una razón muy sencilla: todos padecemos de la tendencia a recordar no solo lo que nos conviene recordar sino también lo que nos conviene olvidar. El incomparable Miguel de Cervantes refuerza esta lección en su obra maestra. Una de las veces que Don Quijote le oye a su escudero Sancho Panza quejarse de haber sido el objeto de burla de maleantes, Don Quijote le recrimina: �Mal cristiano eres, Sancho, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho.�