La partida se fue prolongando toda la noche. Proseguía en medio del humo de cigarrillos, de los tragos de licor y de las almas ansiosas. Peter Welsch, de Bruselas, Bélgica, ganaba y perdía intermitentemente. Las fichas de colores pasaban ominosamente de las manos suyas a las de los otros jugadores. Ya para el amanecer, el hombre había perdido todo.
Peter colocó entonces sobre el tapizado verde su última posesión: su esposa Frieda. Pero esa partida también la perdió. El ganador tenía derecho a ella por una noche. "Nunca he visto tal cosa en toda mi vida -concluyó el juez-, y nunca he concedido un divorcio por semejante causa, pero así va el mundo."
La pasión por los juegos de naipes es tan antigua como el hombre mismo. Egipcios y babilonios, en los albores de la civilización, ya se entretenían con diversos juegos, y el juego del azar está hoy extendido por el mundo entero. Ese hombre de Bruselas, ya sin nada de dinero y con el loco deseo de jugar una partida más, jugó su última carta al arriesgar su última posesión: su joven y bella esposa.
El juego del azar conduce a la ruina económica y moral de millones de personas. Una antigua adivinanza dice: "Blanco fue mi nacimiento, me pintaron de varios colores, devoré muchas fortunas y arruiné muchos señores. �Quién soy?" La baraja, por supuesto, esa baraja que ejerce un poder mágico sobre tantas personas y que tiene para ellas un atractivo fatal.
�Será esta una esclavitud sobre la cual el hombre no ejerce ningún control? Parece que sí. Cuando la víctima comienza a jugar, se convierte en zombi, no importándole ni lo que hace ni adonde puede su vicio llevarlo.
�Habrá esperanza para tal persona? Sí, la hay. Hay quienes antes vivían dominados por la pasión del juego y que hoy en día son hombres sobrios, rectos y honestos. Hay personas que durante muchos años fueron esclavas de la tiranía del juego, pero Alguien con más fuerza que ellas las libró. Ese Alguien es Cristo.
Jesucristo nos salva de nuestras pasiones. �l nos transforma y nos regenera. El juego del azar nunca podrá redimirnos. Al contrario, nos sujeta, nos domina y nos arruina. En cambio, Cristo, el Señor de señores, nos libra de cualquier servidumbre esclavizante. No tenemos que ser víctimas de nuestra pasión. Entreguémosle nuestra vida a Cristo. �l la transformará en una vida triunfante.