Siempre el periodismo se ha nutrido de los sucesos que a la sazón se dan en el diario vivir, cumpliendo con lo que damos en llamar actualidad, en abrazos de acontecimientos frescos que mueven y motivan a la sociedad, animados de un incesante e impulsivo nervio motor.
Y en ese tejemaneje se nos presentan los parámetros de una cultura enquistada en denotación de cualidades rezagantes y estacionarias, abanicando con el delirio los desparpajos dejados atrás y que en algunos casos muchos los dejamos filtrar, abocados en la conducta poco saludable, en la que pululan sin reservas los hábitos indeseables, incentivando las posturas cobardes nacidas al calor del irrespeto desmesurado.
Tenemos que pensar que provenimos de la unión del hombre blanco que denunciaba menguados acicalamientos cualitativos con tribus indígenas que apenas habían alcanzados a moldear el barro atribuyéndoles torneados extravagantes.
Nuestra cultura no responde con efusión a ese toque de fuerza misteriosa que hace más vibrante y encomiosas nuestras palabras, dando el tono de especial cuidado con el respeto y las buenas costumbres. Ausente la dinámica altruista quedamos a merced de la fanfarria y la chabacanería, imperando una extraña peregrinación de resultados trágicos. Por esta simple razón, caemos fácilmente en lo repugnante de los actuales momentos; me temo que la galantería está a punto de desaparecer.
Vemos los grupos pensantes exponiendo los preciosos esfuerzos clasificados lastimosamente en la nada, dando en cualquier sitio nuestro nombre, siendo los extraños desconocidos, propiamente porque no leen los diarios donde se desplazan los hombres sobresalientes.
No me siento tocado de emprender mis atrevidas incursiones en estos momentos en que el grueso social es aprisionado por los tentáculos facciosos, abanderando las crueles hazañas en las que hemos ocultado tras de los ignominiosos barrotes la cordura, que es el amplio caudal trasladante al afable imperio de la virtud.