Cuando la mentira se convierte en hábito, pensamos siempre que hemos quedado bien ante los demás, satisfacción piadosa que degrada descomponiendo sensiblemente nuestro ánimo. Vieja como el mundo ha cargado ese lastre a cuestas extraídos de los predios de Edén, diseminándolo por la tierra sin que haya un ser que no se encuentre satisfecho de haber expresado alguna vez esta inquina, resultado del lecho infernal autora de todos los litigios. Marcha pomposa acompañada de su hermana mayor, la tramoya, azuzándola, seleccionándoles los escogidos parajes para cometer sus aviesas fechorías en franco apoyo de las posibles condiciones asequibles, según ellos. Y tengo que ventilar todo esto como el ensimismado por la omnipotencia de lo absoluto, meditando acerca del grande anónimo que nace del sufrimiento y del dolor de no poder tener el elixir a mano parando las secuelas del detractor, enemigo aferrado y encubierto que opaca la noble dignidad.
Esta plaga enconada ha infectado nuestra sociedad sustrayéndoles las virtudes que fueron sembradas por nuestros abuelos en las interioridades del honor, donde penosamente toma puesto primario, doblegando esa moral con oratoria falaz que mueve a estremecerse en uso de la demagógica chabacanería.
Así nos hemos levantado entre las argucias de las terribles maniobras. Es por ello, que nuestro progreso se comporta a cuentagotas. El mentiroso es el jaquetón ambicioso de lo ajeno. Y por el hilo se saca el ovillo. Ella es la clave de la victoria que como dolor de estómago, hace retorcer todas las vísceras de un sisma anacrónico enquistado en el desprecio general. Aquellos que piensan que lo hacen todo, todo les viene mal, donde las sombras que encierran sus miradas, son sus demencias, su pasado y su futuro nebuloso, acaparando las fuerzas decisivas del desastre.
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