Domingo 7 de febrero de 1999

 








 

 


Mis mejores recuerdos del Canal gringo

Julio César Caicedo Mendieta
Crítica en Línea

La historia del panameño con el norteamericano, comenzó en firme desde hace 150 años, de cuando el Ferrocarril. Y a cada uno de los istmeños les ha quedado uno que otro recuerdo y muy pocos beneficios tangibles. Hablando en plata blanca como lo hacen en el Trinidad, creo que salí ganando con esta relación, a pesar que nunca trabajé en la zona, no tuve ninguna novia gringa ni siquiera en los tiempos en que las chivas se cruzaban a Ferry para venir con las cargas de Capita ni muchos años después cuando quise mejorar mi inglés en la YMC. Y es que los gringos en su convivencia con nosotros fueron extremadamente celosos con sus hembras. Si usted le da una ojeada al balance que yo tengo, se va a dar cuenta que ellos sí se dieron gusto con las nuestras y que a pesar del balance desfavorable, mantuvieron a sus rubias fuera del alcance de nosotros. La propaganda que le dieron a la novela Gamboa Road Gand, fue tan grande, que las gringuillas cuando venían a Panamá, se ponían pantalón doble y donde veían a un panameño tomaban sus precauciones.

Los sueldos altísimo que se ganaban en el Canal ayudaron en muchos a nuestra economía. Pero uno de los recuerdos más nostálgicos que perdurará por mucho tiempo será el del contrabando.

Esa sí que será una reminiscencia que vendrá a nuestros pensamientos como un refresco exquisito.

Ese contrabando que vivimos durante el canal gringo, será una evocación sana que disfrutaremos por siempre, en algún rincón del cofre de nuestra historia. Aquellos jamones para la navidad, las latas de manteca, los quesos redondos que cuando uno los metía entre las tortillas se derretían formando costras comestibles en las cazuelas de barro, quién podrá olvidar las primeras cervezas en la lata que llegaron a nuestro país, ¡malas!.. pero como eran de contrabando sabían a vírgenes sin bañar.

No hablemos aquí de las peleas que tuvimos y que vamos a tener con ellos, pues más han reñido los perros y gatos y todavía están vivas las pulgas. Conversemos de los buenos recuerdos, sobre las comidas que se servían en estos restaurantes elegantes instalados en nuestras dos costas. Cuando comencé a usar corbata y a vender equipos fabricados en los Estados Unidos, se me despertó la curiosidad por la buena comida y ante cada llegada de un representante yankee, antes de revisar las cuotas de ventas, los reportes de la competencia y demás perugolladas que ahora llaman marketing, les hablaba de los fastuosos restaurantes de las once bases militares, de los cuales me sabían todas las especialidades, por ejemplo: el T-Bone Steak que comí centenares de veces y que tenía que bajar con chicha de guanábana, llevaba a los propios visitantes gringos de ese entonces, al Nirvana gastronómicos que jamás habían experimentado siquiera en la incansable New Orleans. Y que decir de la cara que ponían mis protegidos cuando se comían una pizza de peperone and cheese en la base de Coco Solo, uno de ellos llegó a decirme con lágrimas en los ojos, que ni en el Little Italy de Nueva York se había comido una pizza tan sabrosa. Ahora bien, jamás se me ocurrió darle el crédito a los kunas, esperando que algún día se les reconozcan sus méritos culinarios, porque sin ellos el canal no hubiese funcionado.

 

 

 


 

Los sueldos altísimo que se ganaban en el Canal ayudaron en muchos a nuestra economía. Pero uno de los recuerdos más nostálgicos que perdurará por mucho tiempo será el del contrabando.

 

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