La comodidad tiene su precio. Unos, la hemos obtenido a medias, trabajando de sol a sol, no musitándole al jefe palabritas halagadoras al oído, otros en base a las habilidades oportunistas, y los últimos, laborando tesoneramente sin encontrar nada, aunque su esfuerzo haya compartido el bregar con las hazañas riesgosas lindantes con el menospreciable fracaso.
Hay dos factores en la existencia que visitan a muy pocas personas en éstos predios terrenales, la suerte y la casualidad donadora. Pero me es inexplicable e imposible de comprender, cómo se las arregla el que nada tiene con el arduo compromiso de suplir el hogar, pletórico de las escalofriantes y urgentes necesidades básicas. Poner la paila con los consiguientes componentes, vestirse cubriéndose las partes honrosas cobijarse las espaldas para no ser víctimas de los aguaceros intermitentes, constituyen las proezas más agobiantes y esforzadas de los conjuntos humanos en la actualidad.
Y todo se convierte en legítimo pandemónium donde el trono es acaparado por el desastre. Debemos tener una suerte sin precedente si llamamos y encontramos línea baldía, especialmente en las oficinas públicas, pues los reverendos desconocidos están prestos a llamar la atención por causas nimias. En estos instantes cada cual hace lo que mejor le conviene, aunque con esta actitud, dañe a medio mundo con su pereza, ineptitud o villanía. Nadie pone en cintura a nadie, pareciera que existe un miedo invisible y grotesco que lo aturde y tortura todo.
Los buses harto de gente y las personas anestesiadas, boquiabiertas sin saber para que sitio tomar. Los tranques son el plato fuerte del diario vivir, donde se sirven las especialidades engorrosas que echan la zancadilla a cualquier diligencia por resolver. Comunidades enteras practicantes de la ley del gorgojo sin agua potable. Y los techos escolares sin cielo raso, como quién luce un vestido lujoso de levita, pero desprovisto de camisa de recepción. �Cómo arreglar todo? Esta es la pregunta última que formulo.