El hombre se sentó en el bote y tomó los remos. Sacudió los hombros, se compuso el pecho, afirmó los pies en el soporte y comenzó a remar. Era el 11 de julio de 1991 y estaba en el puerto de Choshi, Japón. Su propósito no era salir a dar un paseo. Se había propuesto cruzar a remo todo el Pacífico norte, y arribar, desde el Japón, a San Francisco, California. Esa, en efecto, fue su trayectoria.
La travesía duró cabalmente ciento treinta y tres días. Las corrientes lo llevaron un poco más al norte de lo que pensaba, y arribó el 21 de noviembre al puerto pesquero de Ilwaco, estado de Washington, Estados Unidos.
Cuando los periodistas le preguntaron si en los momentos de mayor cansancio, prueba y peligro había clamado a Dios, Gerard d'Aboville, francés de cuarenta y seis años de edad que realizó esta hazaña deportiva, dijo: "No, mi Dios es la acción. Toda las veces que sentí que no podía seguir adelante, sencillamente tomé alguna acción."
Fue realmente notable la hazaña de aquel francés. Once años antes, en 1980, había atravesado a remo el Atlántico norte en setenta y dos días. Comparado con aquella travesía, en el viaje por el Pacífico invirtió más tiempo, gastó más fuerzas, sufrió más peripecias y movió los brazos mucho más. Fue casi el doble de largo.
Interesante la expresión de d'Aboville: "Mi Dios es la acción." Pero no es que él fuera un ateo, pues creía en Dios. Cuando dijo: "Mi Dios es la acción", realmente estaba diciendo: "En el nombre de Dios y confiando en �l, haré todo el esfuerzo que pueda de mi parte." �l no era como los que dicen: "Si Dios quiere", y se quedan cruzados de brazos, sino que unía la acción a la fe, y así marchaba hacia adelante.
La vida humana se parece a un azaroso viaje por el mar. Hay tormentas inesperadas. Hay olas gigantescas. Hay corrientes contrarias. Hay vientos impetuosos. Hay días de intensa soledad. Hay hastío. Y hay cansancio. Pero si con fe en Dios y con la esperanza de llegar algún día al puerto deseado, agarramos firmes los remos y hacemos fuerza, el bote de nuestra existencia irá hacia adelante.
Ya que a Cristo le gusta viajar en bote, �por qué no lo invitamos a que sea nuestro compañero de viaje durante esta vida? Con �l a nuestro lado venceremos todas las pruebas y llegaremos sanos y salvos al puerto final.
El bote de nuestra existencia terrenal necesita los dos remos: el de la fe y el de la acción. Si confiamos en Dios y remamos con todas nuestras fuerzas, aseguraremos ese final feliz que tanto deseamos.
