La decisión del Presidente Martín Torrijos de anunciar que vetará la polémica Ley 269 que reforma el sistema de transporte público, causó un alivio momentáneo entre el Movimiento 23 de Octubre, los usuarios y la ciudadanía en general.
Pero el hecho de que el veto sea parcial no es suficiente para que la sociedad civil baje su alerta, ya que si bien el Presidente centró sus objeciones en hacer más equitativa la Junta Directiva de la Autoridad del Tránsito y Transporte Terrestre (el texto aprobado por el �rgano Legislativo establece cuatro miembros de los gremios transportistas y sólo dos de los usuarios), aún quedan goles que dejarían la ley como una defensa del continuismo.
La norma aprobada por los diputados también tiene otro elemento que a todas luces busca mantener la hegemonía de la actual cúpula transportista, y es que hace obligatorio que los actuales dirigentes participen, como accionistas o administradores, de cualquier iniciativa futura para diversificar el transporte masivo en el país (llámese tren ligero, buses articulados, monorriel o lo que sea se establezca en el futuro).
En resumidas cuentas, el Estado estaría en la obligación de entregarles las riendas de cualquier nueva alternativa del transporte a los mismos dirigentes que hasta ahora han fallado en cumplir con la gran mayoría de los compromisos para mejorar el servicio. Las alternativas serían administradas o controladas en mayor o menor medida por los mismos que actualmente nos llevan como sardinas enlatadas.
El momento es oportuno para que el Presidente Torrijos le otorgue su justa y completa dimensión al veto sobre el transporte, y sentar un precedente que hasta ahora ningún gobierno se ha atrevido a establecer.