Completar el tramo último de la carrera de la vida en democracias tropicales como la nuestra, implica enredarse en el cruel y enfadoso peligro de las consecuencias donde se han perdido todos los halagos.
No basta el haber sido un buen profesor, maestro, albañil, mecánico, músico, para quedar rezagado en los detestables ventisqueros durmientes del olvido.
Cuando en otras áreas del planeta los viejos son los augures, curanderos y adivinos, en fin, emulando el Oráculo de Delfos, aquí nos desprecian como el guiñapo social inservible, mancillado y repugnante, camino intransitable plagado de atajos marañeros.
Luego de haber entregado nuestras energías a la patria, contribuyendo a consolidar sus patrimonios, cae el telón de la postración donde nadie nos destina una mirada.
Miles de viejos y ancianos arrastran compromisos impagables, por carecer de una coordinación juiciosa que emane del Estado, donde en muchos casos las culpas las tienen las familias que los precipitan a contraer obligaciones que no podrán solventar, amén de las bajas jubilaciones que respaldan esas deudas. Debe haber una institución gubernamental encargada de ventilar los aprietos económicos de los viejos y ancianos promediándolos. No es posible que seamos tratados con indiferencias.
Ya llegamos al muro de las lamentaciones, encrucijada donde oso preguntarme, �qué delito hemos cometido para tener la cabeza blanca como la neblina que circunda la cumbre del Tute en las horas aurorales?
Este paso propuesto y altivo implica la conquista del porvenir por un gobierno futuro, fundamentado en el bienestar, cómplice de las motivaciones positivas que han alentado la existencia. El orden es la afirmación de la paz general que se establece en busca del reino armónico en contempla generosidad. Ayer fuimos jóvenes, hoy irremediablemente somos viejos y, de este daño cronológico nadie se puede escapar; la creación del Ministerio de la Vejez es lo aconsejable. Ha llegado en silencio la oscuridad a nuestra alma.
