La patria y la sociedad de la excelsa panameñidad se nutre de la savia nueva, constituida por los miles de estudiantes: damas y caballeros, quienes después de ardua, responsable y tesonera jornada de estudios de apreciable número de años, tienen la feliz recompensa y legítimo orgullo de recibir sus diplomas que los acreditan como profesionales, idóneos para trabajar con lealtad, honestidad y responsabilidad, prestos a luchar y a vencer por nuestro Dios y nuestra patria.
Todo acto de graduación está revestido de excelsas y muy sublimes emociones: alegría y tristeza mezcladas.
La suprema felicidad y la gran satisfacción del deber cumplido, de haber correspondido a los sacrificios y desvelos de nuestros queridos padres, de no haber defraudado la dedicación y consagración de nuestros maestros y profesores, impregnados de magna fe y de valor para enfrentarnos al reto que nos depara el destino.
La tristeza y la incipiente nostalgia de abandonar nuestra querida e inolvidable alma mater, llevándonos gravados en el corazón: los gratos momentos, los empeños y angustias que pasamos en las caras aulas, en unión de nuestros compañeros de estudios y los sublimes recuerdos de nuestros orientadores y segundos progenitores: nuestros educadores, a quienes les profesamos gratitud eterna y sincero aprecio.
La República nacionalista, justa, democrática y cristiana, de fuerte raigambre hispanoamericana, requiere de mejores profesionales, técnicos y ciudadanos capacitados, quienes se enfrentan con coraje y firme decisión a los retos de un mundo tecnológico que evoluciona a pasos agigantados y sorprendentes.
Estamos seguros que esa gran colmena de jubilosos y orgullosos estudiantes graduados, egresados de nuestros colegios, escuelas y universidades, así como los que obtuvieron sus títulos en el extranjero, constituyen esperanza de la Patria Istmeña, la sociedad y de sus familias, razón por la cual los congratulamos muy sinceramente. A todos ellos les decimos: Dios los proteja.