Se le atribuye a un médico austríaco, de nombre Hans Selye, haber acuñado la palabra estrés para designar ese estado de ansiedad que se hace acompañar de síntomas como la sensación de ahogo aparente, rigidez muscular, pupilas dilatadas, dificultad para conciliar el sueño (insomnio), falta de concentración de la atención, irritabilidad, pérdida de las capacidades para la asociabilidad y un estado de defensa del yo.
Este malestar se ha difundido cual mala hierba a raíz del surgimiento de la sociedad industrializada, afectando con mayor intensidad a los habitantes de las ciudades más pobladas del mundo.
El estrés es un mal que no hace distinción social porque ataca por igual a pobres y ricos. Igual lo sufre el alto ejecutivo de una próspera empresa como el pobre jornalero, que a diario se ven sometidos a la presión del trabajo y los trajines propios de un medio enrarecido por la multiplicidad de compromisos y tensiones emocionales, consecuencia de un estilo de vida donde el individuo está en constante agitación física y mental.
En Panamá, el estrés contribuye a fomentar un clima de propensión a la violencia y a las decisiones apresuradas, donde el enfermo termina cometiendo acciones imprevistas con saldos erróneos.
Los conflictos familiares, la falta de dinero para resolver las necesidades básicas y el ambiente laboral inseguro, por citar algunos, son factores que contribuyen a empujar a la persona a ese círculo vicioso del estrés.
A esto se añaden los altos niveles de ruido que producen los automóviles, las estridencias de las cajas de música y la multiplicidad de carteles publicitarios que, de manera anárquica, inundan la ciudad de un extremo a otro.
Ante la falta de un tratamiento médico por no contar con recursos disponibles, la sabiduría popular ha creado a base de observación, un menú de recomendaciones, entre las que está respirar profundo varias veces, tomar un vaso de agua, contar hasta diez y tratar de olvidar los problemas personales.