La convivencia pacífica, símbolo indubitable de aparente conformidad, roto ha sido esta vez por los gritos ensordecedores de las gargantas sin cultura, esgrimidos en lo patético del lenguaje incomprensible, ora verosímil que se siente al expresar lo universal que distingue el vocabulario del dolor. El sufrimiento es como el llanto de los niños, igual en todas las latitudes.
Los hombres y mujeres que ocupan las tierras altas del país, integradas por personas de la piel quemadas por el sol, son víctimas de raras endemias y epidemias que mantienen a las autoridades de salud en constantes sobresaltos. Pero esto no es óbice para la ministra de Salud que se ha despojado de su cubículo refrigerado, diciendo presente en la arena de los acontecimientos, aliada de los instrumentos medicamentosos necesarios, saliendo triunfante en las vicisitudes planteadas por el destino.
Los gnobe han visto en peligro su existencia, atacadas por las pestes que sin reparo pretenden diezmar sus vidas, ausentes de fuerzas reconfortantes, donde los manjares jamás han dicho presente en sus mesas. El eco de la vida satisfecha no viaja a sus encuentros y la bandera del dolor siempre hondea a media asta, abandonada de los cánticos peculiares que concurren a sus acompañamientos en las áreas afortunadas de la metrópoli irrigadas por la savia del saber.
Atormentados de los desengaños, transitan el sendero misterioso, preñados de desilusiones vergonzosas. La miseria no tiene ojos afortunados para saber discriminar, por ello avanzan con paso lento por los trillos ajenos a las influencias dadoras de vida en claro desafío con el hado cuestionable. Los hijos de la gleba nacen enfermos, desairados de la genética, escalofriantes revelación de mengua cromosómica, que proviene del desencaje del árbol genealógico generativo. Gracias de mi parte doctora Turner por escuchar los clamores de los desvalijados del destino.
