El cerebro es el órgano más delicado que tenemos y en cuyo interior se engendran las virtudes que obran como energía liando nuestras actitudes en mancomunidad con la conducta que dice o desdice de la personalidad. Ese órgano es el jardín donde las ideas son las flores que lo embellecen, pero a la luz del día tienen que ser hermosas como el diamante en bruto que se encuentra incrustado en las quietas profundidades de la tierra. En nuestro diario proceder es conveniente hacer un alto; hay situaciones contradictorias que nos disponen a meditar, en las que cada elemento es una huida continuada delante de nosotros, intentando aprisionar lo que no existe o profiriendo afirmaciones mudables que se fugan como las cenizas.
Hay que tener presente que la audacia la puede practicar cualquier hijo del vecino, pero el heroísmo es propiedad privada del pensador, ella antepone en todo el acontecer su cuota de reflexión. Los pueblos que han dado lustre a los siglos y que en estos instantes se encuentran muy lejos de nosotros son en consecuencia los países del primer mundo; yo no creo que una varita mágica por muy acicalada y lustrosa que sea, nos pueda permitir el brinco apropiado para que en un abrir y cerrar de ojos, hagamos de estos países que solo piensan en jugar y bailar un pueblo de encumbrados encopetados. Este paso se los ganaron unos, en el desfiladero de las Termópilas, otros, en la Revolución Francesa y los últimos en la Segunda Conflagración Mundial, transformaciones logradas por el heroísmo, la audacia y el valor que se amalgamaron dando un componente de extraño color, aún no identificados en este patio criollo, donde las cualidades que nos circundan son nimiedades baratas, como alocado remolino que se empecina en encontrar la igualdad.
Tenemos que ser el Calibán moderno, monstruo que personifica la fuerza ciega y brutal en la tempestad.
