La liturgia de la Palabra traza hoy ante nosotros un largo y apasionante camino que, partiendo del tiempo desemboca en la eternidad.
Al comienzo se encuentra la experiencia de un encuentro que se intercala en nuestros días más ordinarios, en medio de nuestras actividades habituales: se trata del encuentro con el Resucitado, un encuentro para el que, con frecuencia, no estamos preparados, sino más bien «ciegos», como los apóstoles en el lago. «Los discípulos no lo reconocieron»; sin embargo, aceptaron el consejo, más tarde dan crédito a la intuición que se comunican de uno a otro y, por último, lo reconocen por medio de una, certeza interior (no a través de una evidencia sensible). Del mismo modo que hizo Simón Pedro, también nosotros debemos dejarnos interpelar por la Palabra del Resucitado, que pone al descubierto nuestro pecado, nuestra fragilidad pasada y presente, aunque nos pide un consentimiento de amor. Ahora es cuando él nos confía su tesoro: nuestros hermanos; nos hace responsables de dar testimonio ante ellos,
A la luz de este encuentro con Cristo, siguiendo el eco de aquella pregunta interior —«¿Me amas?»— y de nuestra humilde respuesta, es preciso proseguir el camino con alegre valentía y abrir a muchos el camino de la fe con nuestra confesión transparente del nombre de Jesús, crucificado por nuestros pecados y resucitado por el Padre para la salvación del mundo.
Tomado de Lectio Divina — Tomo 4-P.150 — Editorial Verbo Divino
