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"Antonio Stradivari: 1704"

Hermano Pablo | Reverendo

Era una noche de invierno del año 1820 en la ciudad de Londres. Un hombre mal vestido, evidentemente pobre, entró temblando de frío en una tienda que compraba y vendía violines. Debajo del brazo llevaba un bulto. El dueño de la tienda, Arthur Betts, le preguntó:

�En qué puedo servirle, señor?

Me estoy muriendo de hambre -le contestó el hombre-. �Cuánto me ofrece por este viejo violín?

Betts tenía ya varios violines viejos, pero por ayudar al hombre hambriento pagó por el violín una guinea, que era una antigua moneda inglesa equivalente a veintiún chelines, es decir, poco más que una libra esterlina. El hombre tomó la moneda de oro y se perdió en las sombras de la noche.

Arthur Betts, que era músico y fabricante de violines, tomó el arco y lo pasó sobre las cuerdas del viejo violín. El resultado fue un tono maravilloso que despertó su curiosidad. Así que iluminó con una vela la parte interior del violín y vio allí grabado en la madera el célebre nombre italiano "Antonio Stradivari". Junto al nombre aparecía la fecha "1704".

Tan pronto como comprobó que éste era el famoso violín Stradivarius que habían buscado en toda Europa durante los últimos cien años, Betts salió corriendo por la puerta en busca del vendedor, pero el hombre se había esfumado. Posteriormente Betts vendió el violín por quinientas libras, y después de varios intercambios de dueños, en 1886 se vendió por mil doscientas libras, mil veces más del valor que le dio Betts inicialmente.

Hay muchas historias de violines perdidos que fueron comprados por irrisorias sumas de dinero, pero esta, al parecer, es la única historia basada en documentos que atestiguan su veracidad. Lo que tiene en común con esas otras historias menos fidedignas es que el dueño no tenía idea del verdadero valor de lo que poseía.

Es posible que esta sea una fiel representación de la vida de muchos de los que nos consideramos cristianos. En medio del frío y del hambre espiritual que nos azota, tenemos a nuestra disposición algo muy valioso, lo suficiente como para sacarnos de esa pobreza. Sin embargo, ni se nos ocurre que tenga tanto valor. Al contrario, ese algo no representa más para nosotros que una cura temporal para aliviar nuestras penas. Así que lo menospreciamos, como si lo estuviéramos vendiendo por una monedita, y seguimos padeciendo de hambre y de frío. A pesar de que nos hace falta, no nos valemos de él por no reconocer su valor.

No obstante, cada uno de nosotros puede llevar consigo ese tesoro que basta para satisfacer todo lo que jamás pudiera necesitar. Se trata del Señor Jesucristo, el único tesoro que puede sacarnos de la pobreza.



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