En algún momento de nuestras vidas, todos hemos sentido las ganas de agarrar a patadas a un necio.
Desde que salimos a la calle somos bombardeados por una montaña de problemas, y a la vez nuestras acciones para resolverlos enfrentan una sarta de obstáculos, visicitudes e imprevistos.
Simultáneamente, nos exigen nuestros jefes, nuestros subalternos, nuestros familiares y nuestros deudores. Esto vuelve loco a cualquiera.
Pero soltarse en alaridos, insultos, puños y patadas no nos resolverá nada. Muy al contrario, nos dejará peor a nosotros y a quienes nos rodean. De eso podemos estar seguros.
Todos los días vemos estremecedoras noticias sobre padres que golpean a sus esposas e hijos, para luego arrepentirse y pedirles perdón de rodillas. En los casos más extremos, esos casos de agresión terminan en horrendos homicidios pasionales.
En la mayoría de los casos, no se trata de hombres que desean hacerle mal a sus parejas y vástagos; sino que no han desarrollado en su personalidad formas para controlar la ira.
Con la menor discusión o problemita, quedan arrancándose los cabellos, los ojos se les desorbitan y les da por soltar garnatadas, roncabalaos y soplamocos.
Cuando se les pasa la ceguera y se dan cuenta de lo que han hecho, ya es demasiado tarde. Tal vez sus parejas no los vuelven a perdonar, y quedan solos y cabizbajos, con sus vidas destrozadas.
Algo que caracteriza a la gente que no controla su ira es que terminan torturados por los remordimientos de conciencia, lo que los suele llevar a estados depresivos que hasta terminan en suicidio.
Es por esto que resulta vital mantener el control cuando las cosas no nos salen bien, o cuando nos sentimos ofendidos. Cuente hasta diez, camine por ahí. Déje que se mente se aclare y vuelva para enfrentar el problema.