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Consecuencia natural

Por: Hermano Pablo | Reverendo

Había en La Española caribeña del siglo XVI un rey llamado Caonabo que fácilmente aventajaba a los otros cuatro reyes de la isla en todos los sentidos. Por eso los españoles, con sutileza y malicia, lo apresaron y lo metieron en un navío para llevarlo de muestra a Castilla. Pero esa misma noche una tormenta azotó el puerto y hundió los seis navíos que estaban listos para zarpar rumbo a España. En ellos se ahogaron tanto los marineros españoles como el rey Caonabo, cargado de cadenas y grillos. Según Fray Bartolomé de las Casas, la tormenta la envió Dios, para mostrar que era una gran injusticia lo que habían hecho los españoles.

Con el perdón del devoto fraile, es tan improbable que esa tormenta haya sido enviada por Dios como lo es que el SIDA sea el juicio divino contra un mundo sumido en pecado. Así como aquel cacique isleño no hizo nada para merecer la misma suerte que les tocó a sus verdugos españoles, tampoco la fiel esposa del siglo XXI merece contagiarse del mismo virus que contrae su infiel marido. El SIDA es sencillamente una enfermedad más, aunque de las más terribles que jamás haya padecido la humanidad.

Si no hubiera consecuencias naturales de nuestras acciones, tampoco habría orden, ni lógica, ni sentido.

Fue Dios quien instituyó el matrimonio. �l estableció que un solo hombre se casara y viviera con una sola mujer, que los dos fueran un solo ser, y que, exclusivamente, dentro de esa unión física y espiritual, disfrutaran de la intimidad sexual, que es algo de lo más hermoso que �l pudiera haber diseñado.

Esa relación conyugal es acaso la relación humana más satisfactoria regida por las leyes morales que Dios ha puesto en vigencia. Cuando quebrantamos esas leyes, Dios no tiene más remedio que permitir que suframos las consecuencias de violar el orden.

�Por qué no nos concentramos en disfrutar de lo mejor que Dios ha dispuesto para nosotros en vez de lamentar las consecuencias de lo peor? Así como cualquiera de nosotros puede contraer SIDA, también podemos optar por contraer matrimonios sanos, tanto con cónyuges terrenales que nos pueden librar de una muerte prematura, como con nuestro cónyuge celestial, Jesucristo, que nos quiere dar vida eterna. A fin de cuentas, el que halle la vida eterna al pedirle a Dios perdón por sus pecados, se arrepentirá de sus pecados, pero jamás se arrepentirá de haberle pedido perdón a Dios.



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