Era el primer salto en paracaídas. Los ocho jóvenes australianos, todos ellos aprendices de paracaidismo, estaban entusiasmados. El avión que los llevaba volaba a mil quinientos metros de altura, y uno por uno los jóvenes fueron saltando. Todos habían estudiado con esmero. Pero a Alan Bannerman, de la ciudad de Sydney, no le fue bien. Su paracaídas se desplegó antes de tiempo y se enredó en la cola del avión. El joven quedó colgado de la cola en pleno vuelo.
El instructor de Alan comenzó a darle instrucciones: cómo quitarse el paracaídas enredado, cómo abrir el de repuesto, cómo aterrizar. Y siguiendo las instrucciones del profesor, y recordando las lecciones aprendidas, el joven pudo salir de su amarradura y aterrizar sano y salvo.
�Qué importante es saber cómo seguir las instrucciones del maestro!
Son ciertamente muy pocos los que practican el paracaidismo, y sin embargo la vida entera es un gran salto. Cada nada tenemos que tomar decisiones de mayor o menor envergadura, y nos perdemos en el gran mare mágnum de perplejidades y desasosiegos que son parte de esta vida.
�Qué podemos hacer cuando nuestro paracaídas no funciona, cuando nos estamos cayendo en forma vertiginosa? �Hay alguna solución para el alma confundida?, �para la vida en caos? Si no es nuestra paz del alma la que va en quiebra, es nuestra conducta, o nuestros negocios, o nuestro hogar o nuestra vida. Siempre hay algo que no anda bien, y a veces nos estamos cayendo, y no hay salvación. �Qué podemos hacer?
Siempre podemos hacer las dos cosas que hizo Alan Bannerman, el paracaidista de Sydney: pedir sinceramente la ayuda divina, y luego seguir las instrucciones del Maestro.
Hay, para las luchas de la vida, un Dios que está atento a nuestro clamor. Según el salmista, ese �Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia� (Salmo 46:1). Y es su Hijo Jesucristo, el Maestro divino, quien nos da los pasos a seguir. �Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados -nos invita Cristo-, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí -nos instruye-, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave -concluye- y mi carga es liviana� (Mateo 11:28-30). Permitamos que Jesucristo sea nuestro Maestro y nuestro socorro.