Cuando se aprobó la ley de transparencia y arrancó el nodo de transparencia de la Defensoría del Pueblo, muchos panameños creyeron que habíamos entrado en una nueva era en la administración pública, en la que se dejaba atrás el secretismo característico de nuestros gobiernos.
Otros más suspicaces (y certeros), elevaron sus dudas. El tiempo parece haberles dado la razón, porque hoy por hoy, la Defensoría del Pueblo prácticamente tiene que estar regañando, rogando y demandando públicamente a las instituciones y a los partidos políticos a que entreguen información actualizada sobre sus planillas, contrataciones y licitaciones.
Mientras más nos adentramos en el período electoral, más cuesta accesar a información pública.
Para el ciudadano común y los medios de comunicación, los recursos de habeas data siguen siendo procesos engorrosos, largos, y para los cuales hay que enviar varias cartas de solicitud de información a las entidades del Estado antes de que te hagan caso.
Las revelaciones sobre los procesos de contratación de empresas para limpiar escuelas públicas de instalaciones con fibra de vidrio refleja como en este país estamos acostumbrados a realizaro todo en las sombras, a lo escondido, lo más lejos posible del escrutinio público.
Igualmente, tuvieron que morir 18 personas en un autobús hace 19 meses para que el ciudadano común comenzara a enterarse de las marañas de corrupción que involucra el sistema de transporte: todas las irregularidades en cuanto a importación de buses, las peligrosas modificaciones que le hacen a las unidades, las técnicas que utilizan los transportistas (como cambiarles las placas a las unidades) para evadir sus responsabilidades a la hora de accidentes, y la nefasta conexión entre la dirigencia transportista y la clase política.