Jamás pensó el francés Forest en el año 1884, cuando inventó el automóvil con el preciso propósito de transportar pasajeros, que la máquina con el correr del tiempo se transformaría en arma terrible, con la misma vehemencia e ímpetu que los ocasionados por una guerra mundial, una peste enardecida e incontrolable o tal vez una bomba nuclear. Rectificado y aplicado por Daimler tres años después, le fue obsequiado a la generación de las postrimerías del siglo XIX y a las que se perfilaban en las sociedades por venir. Desplazado con rapidez por las calles, avenidas y carreteras del mundo, este invento vino a llenar un vacío en la vida funcional, como aliado en el trabajo productivo.
Ha avanzado esta industria con la velocidad del tornado, brindándonos presurosidad y comodidad absoluta, donde el transporte con liviandad y rapidez implica ser movilizados por una máquina de explosión interna. Una chispa provocada en el carburador es de preeminente importancia, para que el complicado artefacto se convierta en ayuda eficaz o peligro inminente. Pero en muchos casos la felicidad toca a su fin interpelada por la procaz imprudencia, yéndonos por la boca del abismo tenebroso. Los famosos y presuntuosos automóviles actuales, los hemos embadurnados con las drogas y el licor, haciendo de ellos un instrumento de perversidad maquiavélica.
Diariamente los periódicos nos muestran las estadísticas fatales que hacen rizar los pelos a cualquier desprevenido. Parado el automóvil es inofensivo, disparada la chispa en su interior, puede emular la fuerza de cincuenta toros endemoniados arreados con la presteza de un vaquero invencible. Al finalizar el año nos podemos acercar sin reservas a las gráficas estadísticas y de allí saldremos convencidos, también pensativos de los negativos resultados obtenidos. Nuestros amigos inseparables: hermosos, codiciosos y amorosos de repente se tornan en fosas abiertas de lujo, para la humanidad enloquecida. Hoy los autos son rápidos, dinámicos y poderosos en consecuencia merecen respeto. Decimos que la práctica trae consigo la perfección, sin embargo aquí no funciona esta premisa, pues en este caso es estrictamente relativa.