El 13 de septiembre de 1997, el Presidente de México cumplió uno de sus más patrióticos deberes ejecutivos, dirigiendo una ceremonia cívica, así como lo habían venido haciendo sus predecesores año tras año, y como lo seguirían haciendo sus sucesores posteriormente. Sólo que ese año le tocó al presidente Ernesto Zedillo el honor de presidir la ceremonia en la que se conmemoraba el sesquicentenario de la Gesta Heroica de los Niños Héroes de Chapultepec.
Como de costumbre, en el Altar a la Patria erigido al pie del Castillo de Chapultepec en la Ciudad de México, pasó lista de honor a los Niños Héroes, alumnos del Colegio Militar: el teniente Juan de la Barrera, de México, Distrito Federal; el cadete Juan Escutia, de Tepic, Nayarit; el cadete Agustín Melgar, de Chihuahua, Chihuahua; el cadete Vicente Suárez, de Puebla, Puebla; el cadete Fernando Montes de Oca, de Azcapotzalco, Distrito Federal; y el cadete Francisco Márquez, de Guadalajara, Jalisco. Acto seguido, el Presidente de la República dirigió el siguiente mensaje:
"Con su ejemplo, los Niños Héroes alentaron a los mexicanos para sobreponerse a la ocupación armada y a la mutilación de nuestro territorio. Con su sacrificio, los Niños Héroes dieron razón a los mexicanos para mantener la frente en alto. Con su sangre los Niños Héroes mantuvieron vivo el ideal de Hidalgo y Morelos, de formar una nación soberana, libre y justa. Con su recuerdo heredaron ese ideal a la generación de Juárez, e inspiraron más tarde a la de Madero y de Carranza... Si hace 150 años, por encima de las querellas y la desunión, los Niños Héroes dieron su vida por la unidad y el futuro de México, hoy... cada uno, hombre o mujer, joven o niño, tiene el deber de contribuir con su esfuerzo, tiene el deber de cumplir su parte".
A estas palabras del presidente Zedillo sólo nos queda añadir las siguientes: que hace unos 2 mil años, a causa del pecado y de la desunión de la humanidad entera, aquel que una vez fuera el Niño Dios, Jesucristo, dio su vida por la unidad y el futuro que habíamos perdido con Dios. Y consumó su Gesta Heroica escribiendo con su sangre en el Cerro del Calvario, en las afueras de Jerusalén, la siguiente lección: que cada quien cumpla su deber amando de todo corazón a Dios y al prójimo, a fin de alcanzar la perfección en la unidad.