Dos cabezas piensan mejor que una. Es un refrán que hemos escuchado frecuentemente, y que asociamos con la colaboración entre dos o más personas con el fin de lograr un objetivo que sería imposible o muy difícil lograr en solitario.
Sin embargo, también tiene otras connotaciones. Y una de ellas puede ser la de que cuando nos sentimos agobiados, irritados o acorralados por circunstancias de la vida, resulta muy útil el consejo de una tercera persona, sea amigo, familiar, o incluso, de un perfecto desconocido.
Lamentablemente, vivimos en una sociedad en la que prima cada vez más el individualismo. Usando como justificación el concepto de que somos libres de pensar, decir y hacer lo que nos venga en gana, tomamos nuestras opiniones como verdades absolutas. En resumidas cuentas, nos creemos amos y dueños de la verdad.
Cuando tenemos esta visión, los consejos suenan a habladurías, a necedades de gente envidiosa o que quiere quitarnos lo que tenemos.
Todos nos equivocamos. Pero no todos tenemos la entereza para darnos cuenta de nuestros errores para rectificarlos. Es ahí donde entran nuestros seres queridos, nuestros familiares. En el 99% de las veces, el consejo de un padre o una madre jamás pretenderá buscar nuestro daño.
A los amigos, los verdaderos amigos, también hay que escucharlos. Si consideran que estamos haciendo mal, no rechacemos groseramente sus consejos. Reflexionemos sobre ellos.
Si concluímos en que nuestra posición es la correcta y no la recomendación de nuestro amigo, bien. Pero no espreciemos los consejos de ellos como si no valiesen nada.
Recordemos que los consejos son regalos que nos dan nuestros seres queridos y la gente que nos aprecia para que mejoremos nuestras vidas, para que nos mantengamos en el camino correcto.