Lentas, solemnes, llenas de unción religiosa se elevaron las bellas notas del Avemaría. La inmortal melodía brotaba de los labios de Robert Solimine, joven de 17 años de edad.
Aquel joven elevaba su alma a Dios cuando, de repente, la melodía se interrumpió. Una cuerda detuvo el canto. Con esa cuerda James Wanger, otro joven de 19 años, estranguló a Robert, y extinguió su voz junto con el Avemaría. Y sólo porque no podía soportar la oración de Solimine.
He aquí un caso extraño. Robert Solimine, la víctima, era una persona de profunda convicción religiosa. Trataba de hacer ver a sus amigos los resultados destructivos de una vida de drogas y de licor. Un día se le ocurrió cantarles el Avemaría. El resultado fue ira, amenaza y estrangulación.
El juez le dijo a James Wanger, el asesino: �No puedo ver lo que hay dentro de ti; pero sí veo que no hay ni arrepentimiento ni remordimiento�. Y lo condenó a cadena perpetua.
Es difícil comprender cómo puede haber personas que en esas circunstancias no manifiestan, según lo expresó aquel juez, ni arrepentimiento ni remordimiento. Tienen la conciencia encallecida, los sentimientos muertos y un corazón de piedra. Respiran, viven y actúan, mas no saben lo que es sentir culpa ni pedir perdón.
Si bien el juez no podía ver el interior de James Wanger, Dios sí podía verlo. Porque Dios ve el corazón, la conciencia y los pensamientos de todos los seres humanos. �l nos ve al trasluz, pues es Dios y sabe todo lo que estamos imaginando.
El apóstol Juan viendo cómo las multitudes se acercaban a Jesucristo debido a sus milagros, escribe: �Jesús no les creía, porque los conocía a todos; no necesitaba que nadie le informara nada acerca de los demás, pues él conocía el interior del ser humano�. (Juan 2:24, 25).
Cristo sabe lo que hay dentro de nosotros. �l sabe todo lo que pensamos y sentimos, y hasta sabe si nuestros pecados nos duelen. Sin embargo, si nos arrepentimos de todo corazón, �l corresponderá a ese arrepentimiento sincero. Es más, antes de que lo expresemos con los labios, �l ya nos estará perdonando. Pero conste que tiene que ser un arrepentimiento genuino. Que la emoción del Cristo crucificado invada nuestro ser, de modo que podamos decir sinceramente: ��Perdóname, Señor, todos mis pecados!�.