Todos hemos al menos escuchado en los últimos años sobre ese personaje llamado el "Grinch". Un ser verde, peludo, delgado y malhumorado, que se caracteriza por odiar la Navidad con todas sus fuerzas.
El grinch no existe en la vida real, pero simboliza a más de cuatro amargados. No necesariamente porque odien la Navidad, sino porque son unos ermitaños, odian a todo el mundo, rechazan la compañía de otras personas, incluso sus seres queridos, y no esbozan una sonrisa ni por casualidad.
Se trata de los ogros que -por motivo de la propia fecha que pasamos- se vuelven más huraños y aislados.
La primera reacción que cualquier persona normal tendría ante ellos, sería la de dejarlos lejos. "�Ellos son rompegrupos, aguafiestas y baja-trips, asi que para qué preocuparnos por ellos?", dirán algunos.
Pero, �qué tal cuando uno de esos ogros es un hermano, un primo o nuestros propios hijos?
En ese caso, está en nuestras manos tratar de "rescatar" a esos familiares de sus burbujas de amargura. Recordemos que nadie es un grinch porque quiere. A veces las circunstancias y los problemas del pasado lo han vuelto de esa forma.
Incluso, puede ser que nosotros mismos tengamos alguna responsabilidad en haber convertido a nuestro familiar en un Grinch. Nos burlábamos mucho de ellos por su apariencia o su forma de ser, o tal vez le jugábamos bromas pesadas. De repente tenemos una fuerte deuda con él que nunca le pagamos, o cuidado y le quedamos muy mal o lo abandonamos.
Si ese es el caso, entonces con más razón hay que buscar a ese familiar resentido.
Estas fiestas de año nuevo, llamémoslo, digámosle que lo extrañamos e invitémoslo a nuestras casas para comer, beber y hablar sobre los viejos tiempos. Si hay algo que arreglar, entonces este es el momento.
Año nuevo, vida nueva. Esa es la consigna que debemos decir en voz alta todos los años.
Si usted es un Grinch, sepa que está viviendo una existencia miserable. Usted piensa que está mejor lejos del mundo hipócrita. Pero el hombre es un ser social, y vivir lejos de la gente lo hace a uno sentirse miserable, aunque crea lo contrario.