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Amsterdam abre el primer museo de la prostitución

Al terminar la visita al museo, al visitante se le ofrece un guiño de humor con un reclinatorio para que confiese sus pecados de lujuria.

Amsterdam
EFE


El Barrio Rojo de Amsterdam desvela sus secretos en el primer museo de la prostitución del mundo, que hoy abre sus puertas para enseñar sin tapujos la trastienda de un oficio legalizado en Holanda pero no por ello ausente de estigma social.

Situado en el turístico barrio de la capital holandesa, donde trabajan 900 meretrices en 276 escaparates, quiere dar una visión completa del mercado sexual, sin "romanticismos añadidos", explicó a Efe Ilonka Stakelborough, creadora de la "Fundación Geisha", que vela por los derechos del sector.

Por eso no olvida la denuncia del trabajo forzado por los proxenetas y la trata de blancas, en cuyo circuito caen sobre todo "mujeres provenientes de los Balcanes", según la colaboradora en la realización de la propuesta museística, que ha surgido de una iniciativa privada.

El museo quiere contribuir a la "normalización" del oficio, cuya legalización en 2000 en Holanda ha tenido efectos no deseados: "muchas estudiantes, por ejemplo, no quieren inscribirse como activas en el mercado porque eso aparecería en su curriculum y deciden trabajar en sus casas", reconoció la extrabajadora del sexo.

Pero también aspira a ser simplemente una "experiencia" para el visitante, que tiene la oportunidad de situarse en el lugar de la prostituta dentro del escaparate, ver las habitaciones, con su modalidad barata o de lujo, instrumentos sadomasoquistas y ver la moda de las meretrices desde los años veinte a la actualidad.

Tras pagar una entrada de 7,50 euros en una taquilla que imita la de las casas de citas de los años 50, el visitante se introduce en el interior de las estrechas casas que albergan los escaparates del Barrio Rojo, cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XIX.

En la parte interior de la ventana, la decoración se limita a las cortinas rojas y la presencia de una nevera cercana a las sillas desde donde la prostituta llama a la atención de los clientes.

Desde ahí, una puerta de flecos es la única barrera a la habitación del burdel, un espacio de escasos metros cuadrados, por la que la prostituta paga 150 euros por medio día. Sobre una cama de marco de azulejos que recuerda al de una bañera, una luz de neón violeta ilumina el cuarto, con un lavabo como única otra decoración.

"La cama no es cómoda, la luz de neón no favorece, pero es suficiente para una visita que no más dura seis minutos", comenta Stakelborough.

La sala contigua -más amplia, con baño y televisión sobre un suelo de moqueta roja y ornamentos dorados- recrea una habitación de un club, cuyo precio de alquiler se sube tanto para meretrices (a las que les cuesta 350 euros) como para clientes (que pagan hasta 200 euros por hora por servicios más prolongados).

Las prostitutas que trabajan en el Barrio Rojo son mujeres de entre 21 y 55 años, muchas jóvenes que no alcanzan a pagarse los estudios o madres solteras, y en "el 70 % de los casos, con una pareja estable", según fuentes del museo.

Trabajan "una media de 5 años" y muchas de ellas no acaba de retirarse "porque se acostumbran a un estándar de vida de ingresos altos". Por ello, la fundación Geisha les ayuda a la reintegración pero también a cursos de autodefensa mientras ejercen.

"A veces cuando la trabajadora alcanza una cierta edad, se dedica al sadomasoquismo, una manera de ejercer el sexo más psicológica", dice Stakelborough, al entrar en una sala dedicada a estas prácticas, en la que no faltan un látigo, una cruz en forma de X sobre la pared y una "jaula" cerrada en cuyo interior el cliente permanece colgado.

"Los clientes que buscan sadomasoquismo son fijos y con puestos de mucho estrés", dijo en base a su experiencia de varios años ejerciendo esta modalidad del sexo.

Para garantizar la seguridad de las prostitutas durante el trabajo, siempre tienen a mano una alarma con la que contactan directamente con el dueño de la habitación y también con la policía.

Al terminar la visita al museo, al visitante se le ofrece un guiño de humor con un reclinatorio para que confiese sus pecados de lujuria.


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