Invasión del celular
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le contaba a su interlocutor durante todo el trayecto una historia tan apasionante, que la señora, cuando llegó a su parada, decidió no bajar. Sólo lo hizo dos paradas más allá, para poder enterarse de cómo terminaba la historia.
El móvil ha cambiado nuestras vidas, nuestro sentido de la intimidad, de la soledad y la instantaneidad.
Nuestros abuelos e incluso algunos de nuestros padres vivieron sin el móvil, como subsistieron sin Internet, sin reproductores de mp3, computadoras y otros descubrimientos tecnológicos. Cabe preguntarse si eran o no más felices que nosotros, tan intercomunicados, pero a veces tan solitarios en medio de la tecnópolis.
No hay duda que tal aparato, que de mero teléfono se ha convertido en miniordenador cargado de prestaciones -agenda, oficina portátil, conexión a Internet, reproductor de música e imágenes, cámara fotográfica y de video, máquina de juegos, plataforma publicitaria y, sobre todo, terminal de mensajería- ha disparado las cifras de un gran negocio y desde luego ha facilitado nuestra vida, en la misma medida que ha creado nuevas necesidades.
Como muchos inventos, en sí mismo es bueno. Todo depende de cómo se use.
El móvil nos acerca a la familia, amigos, compañeros, socios o clientes, y de qué manera. Nos facilita la comunicación e información. Pero también está destruyendo el lenguaje de nuestros adolescentes, fomenta una comunicación trivial y un gasto absurdo y es uno de los instrumentos que contribuyen más al “ruido ambiental”, a no parar, síndrome de nuestro tiempo. Rara es la clase, la conferencia, la proyección de una película, hasta el oficio religioso donde no suene un móvil. ¿Y qué me dicen de la proliferación de las grabaciones, esas diabólicas máquinas con que las empresas se liberan de nuestras preguntas y reclamaciones?
Convendría hacer un alto en el camino y dejar sonar, sin respuesta, nuestro teléfono, para reflexionar en qué nos hace crecer y en qué retroceder en nuestra alegría y paz interior.