Invasión del teléfono móvil
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le
Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le contaba a su interlocutor durante todo el trayecto una historia tan apasionante, que la señora, cuando llegó a su parada, decidió no bajar. Sólo lo hizo dos paradas más allá, para poder enterarse de cómo terminaba la historia.
El móvil ha cambiado nuestras vidas, nuestro sentido de la intimidad, de la soledad y la instantaneidad. Quizás algunos lectores de cierta edad podrán recordar todavía cuando era necesario “poner una conferencia”. “¿Barcelona, París, Roma? Tienen dos horas de demora”, avisaba la telefonista, y a veces no se conseguía hablar porque las líneas estaban saturadas.
Nuestros abuelos e incluso algunos de nuestros padres vivieron sin el móvil, como subsistieron sin Internet, sin reproductores de mp3, computadoras y otros descubrimientos tecnológicos. Cabe preguntarse si eran o no más felices que nosotros, tan intercomunicados, pero a veces tan solitarios en medio de la tecnópolis.
Como muchos inventos, en sí mismo es bueno. Todo depende de cómo se use.
El móvil nos acerca a la familia, amigos, compañeros, socios o clientes, y de qué manera. Nos facilita la comunicación e información. Pero también está destruyendo el lenguaje de nuestros adolescentes, fomenta una comunicación trivial y un gasto absurdo.
Convendría hacer un alto en el camino y dejar sonar, sin respuesta, nuestro teléfono, para reflexionar en qué nos hace crecer y en qué retroceder en nuestra alegría y paz interior.