Las manos del adolescente
Pocas épocas en la vida tan fascinantes como el tiempo de la adolescencia. Recuerdo que, pese a la melancolía y la desazón de aquellos años, no sé
Pocas épocas en la vida tan fascinantes como el tiempo de la adolescencia. Recuerdo que, pese a la melancolía y la desazón de aquellos años, no sé por qué yo no deseaba que viniera la madurez, me apetecía seguir siendo un “adolescente eterno”. ¿Por qué? Porque todo era una sorpresa: el amor, la soledad, el mar, los campos. La sangre despertaba en nuestros cuerpos y con ella los sueños e ideales; la vida se hacía horizonte y todo por estrenar.
Resultan escalofriantes los datos de lo que se ocultan mutuamente padres e hijos en sus comunicaciones. La desesperación de algunos padres que piden socorro confesando que están a punto de tirar la toalla. El miedo de no pocos educadores a su agresividad y acoso en la escuela.
¿Quién no tiene, si no hijos o alumnos, algún adolescente con el que trata? Es fácil incomodarse y decir que no hay quien lo aguante. Pero nos hemos preguntado las causas de sus problemas. Estas floraciones nacieron en una tierra abonada, una sociedad de la imagen y la apariencia, del dinero fácil y la comodidad, donde no hay sitio al “no”, y papá y mamá son los primeros que van a la caza del placer inmediato, donde el sacrificio se ve como una solemne estupidez y la espiritualidad una bobería, donde lo que gusta es la doctrina del mínimo esfuerzo.
Digan lo que digan, la adolescencia es una época mágica y de estreno en la vida, cuando la amargura aún no ha hecho huella, y en la que entre el miedo y el desconcierto, los ideales e ilusiones siguen intactos y los caminos por roturar. Esa blandura del alma, por mucho que nos la oculten, también se halla en los adolescentes de hoy, en sus manos tendidas.
¡Qué suerte la del que entonces encuentra un guía, un verdadero amigo!