Quien te conoció ciruelo
Reverendo En cierto pueblo andaluz había un campesino que le vendió a la Iglesia un ciruelo para que en su madera tallaran la efigie de un
En cierto pueblo andaluz había un campesino que le vendió a la Iglesia un ciruelo para que en su madera tallaran la efigie de un san Pedro. En cuanto el escultor terminó de tallar la imagen, y las autoridades eclesiásticas le dieron la bendición, el campesino fue a ver cómo quedó. Le pareció demasiado ornamentada, así que se encaró a la imagen y le dijo:
Glorioso san Pedro,
yo te conocí ciruelo
y de tu fruto comí;
los milagros que tú hagas,
que me los cuelguen a mí.
De ahí la célebre frase, que en su forma extensa dice: «Quien te conoció ciruelo, ¿cómo te tendrá devoción?».
En esta anécdota popular, el campesino interpela a la imagen de san Pedro como si fuera san Pedro mismo, seguramente sin darse cuenta de que en cierto sentido podría haberse dicho lo mismo acerca del personaje tallado en el ciruelo, que del ciruelo mismo.
Cristo pudo haberle dicho a Simón Pedro: «Yo te conocí ciruelo, cuando flaqueó tu fe al intentar caminar conmigo sobre el lago de Galilea. Yo te conocí cuando no fuiste capaz de quedarte despierto conmigo mientras oraba en el huerto de Getsemaní. Te conocí cuando le cortaste la oreja al siervo del sumo sacerdote porque todavía no comprendías que yo tenía que morir por tus pecados. Y te conocí cuando me negaste tres veces mientras me estaban juzgando, ¡a pesar de que te había dicho que ibas a hacerlo y tú me habías asegurado que eso jamás sucedería!».
Sin embargo, a diferencia del campesino, que pensó mal del ciruelo, Cristo no pudo haber pensado mal de su discípulo porque Pedro no quiso que otros le rindieran homenaje a él, sino que le dieran la gloria a Cristo, su Maestro.
Ya es hora de que sigamos el ejemplo de Pedro, que en su segunda carta a la iglesia universal se presenta como siervo y apóstol de Jesucristo. Según la tradición, su humildad lo llevó al extremo en su martirio de insistir en que sus verdugos lo crucificaran con la cabeza hacia abajo, pues no merecía morir como su Señor.