ROBERTO LEWIS 1874 - 1949

ROBERTO LEWIS 1874 - 1949

ROBERTO LEWIS 1874 - 1949

Por: José Morales Vásquez [email protected] -

En los ocho paneles, el ingenio del artista ha abierto las alas para volar sobre una dificultad que le salió al encuentro.

¿Qué hacer, gracioso y oportuno, sobre una superficie de un metro y diez centímetros de ancho? Pues nada hubiera quedado mejor que aquellos elegantes pebeteros de oro que se agotan en una bella espiral de humo, rodeado de cintas y de flores que producen la impresión de estar brotando de la tela.

En cuanto a las figuras del techo en el “foyer”, no estamos conformes con la opinión general. Si se nos hubiera preguntado antes de ver las pinturas de Lewis cómo nos figuramos la Aurora, el Día y la Noche, hubiéramos contestado describiendo las figuras que ha creado nuestro artista. La Aurora una mujer llena de voluptuosidad; el Día, otra mujer llena de fuerza, de vida y de luz, y la Noche, adormecida en una dulce penumbra azul hecha con palideces de luna.

Para algunos, el Día es un lienzo donde no ha fraguado el talento del artista; pero para nosotros no. Convenimos en que puede haber algún error de punto de vista, que hace aparecer la figura un poco fuerte, pero ese detalle desaparece ante la valentía de la figura, ante su fuerza de luces y colores. En el Día hay finísimos detalles de luz que no pueden ser comprendidos por todos.

Cara la que pusieron aquellos que encuentran exagerada la figura que representa el Día, ante aquellos formidables Cristos de Miguel Ángel, musculados como titanes, terriblemente aterradores y formidables, fulminando maldiciones espantosas y azotando espaldas y conciencias con látigos de fuego… Si supieran que el arte, ayer como hoy y hoy como mañana hay accesibilidad de verlos desde un punto más elevado!...

Volvemos a estar contra la opinión de nuestros críticos en la apreciación de las figuras que representan la Aurora y la Noche. Sin quitarle a esta el mérito que tiene por su belleza y por la suavidad de líneas y de luces, nos quedamos con la apacible hermosura de la otra.

El amanecer es voluptuoso, malignamente voluptuoso, y es un nobilísimo modelo de expresión aquella mujer de boca sensual y carnosa, de naricilla gruesa, de alas entreabiertas, que reclinada en abandono encantador, entorna los ojos agónicamente y que parece pedir la caricia de los labios amados que venga a enloquecerla en aquella hora de inconsciencia, de quietud y frío!…

Hay quien asegura con enfático dogmatismo que la Noche ha sido ejecutada por un pincel distinto del que ha dado vida a la Aurora. Aquí la ingenuidad infantil de la crítica parroquial, por lo divertida, nos hace prorrumpir en una carcajada franca y burlona. La ejecución distinta de las dos figuras ha introducido a algunos a descubrir en ellas procedencia diversa y, convencidos, han quedado tan satisfechos como si hubieran descubierto la cuadratura del circular. Aquí, repetimos, hay para reír largamente porque apenas puede creerse que haya quien no suponga el mismo golpe de brocha que ejecutó la figura de la Aurora, llena de vida y palpitante sensualidad, no podía encontrar en la ejecución de la Noche, simbolizándola con aquella mujer vaporosa, ideal, que apenas aparece y que amenaza desvanecerse en los espacios, o volverse una estrella, o subirse a los cielos por un rayo de nácar de la Luna.

El gran plafón de nuestro Teatro Nacional es prodigioso. Cierto día, un extranjero cuya opinión en asuntos de arte no puede desatenderse, decía entre un grupo de amigos: “Suponiendo que Roberto Lewis no hubiera sido capaz de terminar felizmente esa obra, la sola concepción de ella es un triunfo del talento del joven artista”, y a fe que tenía razón. Por fortuna, si la creación de Roberto Lewis es grandiosa, la ejecución es admirable, de modo, pues, que su obra es muy grande para que pueda apreciarse en su justo valor entre nosotros.

Nada, sin embargo, más sencillo ni más apropiado que la alegoría de Lewis.

La República acaba de nacer y está representada por una bella mujer que sentada en su trono levanta graciosamente la cabeza al cielo. A la diestra de la figura yace vencido el dragón que custodiaba a la virgen cautiva. A los pies de la República, el águila de la libertad prueba el vigor de sus plumas, entreabriendo por primera vez sus alas gloriosas sedientas de azul.

Un poco más abajo, sosteniendo el escudo nacional, se ven dos bellísimas figuras de mujer llenas de vida y de movimiento. La figura de la izquierda es un valiente escorzo que con medio cuerpo a la sombra enmarca en un prodigio de agilidad la maravilla de su cuerpo helénico, dúctil y elástico como el de una serpiente. CONTINUA.

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