Y DESPUÉS, ¿QUÉ?
Alquilaron una habitación en un hotel en una bella ciudad suramericana. Durante treinta días disfrutaron de todo: excelentes comidas, funciones de teatro, baño en las playas, paseos
Alquilaron una habitación en un hotel en una bella ciudad suramericana. Durante treinta días disfrutaron de todo: excelentes comidas, funciones de teatro, baño en las playas, paseos a los pintorescos alrededores. Compraron ropa en los grandes almacenes. Se hicieron sendos regalos. En cada cena brindaban sonrientes por su felicidad, y las noches las reservaban para orgías sensuales.
A los treinta días justos, él y ella bebieron la última copa. Pero no era el exquisito vino de las noches anteriores. Era cianuro. Él tendría unos cincuenta años de edad; ella, no más de cuarenta.
Hemos omitido los nombres de esta pareja por respeto a las familias de ambos, porque ambos eran casados. Incluso, cada uno tenía varios hijos. Se conocieron algún día en alguna parte, y se enamoraron. Y los dominó la pasión. Los dos abandonaron sus familias y corrieron a la capital. Con nombres ficticios se registraron en un hotel y realizaron una «luna de miel». Todo esto como si fueran esposo y esposa. Se embriagaron de felicidad, aunque sabían que su felicidad no duraría más que treinta días.
¿Qué habrán encontrado él y ella al fin de sus treinta días? Lo que encuentra toda persona que deja este mundo sin haber arreglado cuentas, tanto con los ofendidos de esta tierra como también con Dios. Dice la Biblia de modo implacable que «está establecido que los seres humanos mueran una sola vez, y después venga el juicio» (Hebreos 9:27).
Vivir sin pensar en el futuro es echar por el suelo una vida de paz, es arriesgar una eternidad con Dios. Vivir sólo para el momento, sin importar nada el daño que se causa a otros, es beber a grandes sorbos la copa de cianuro que da fin no sólo a nuestra dignidad sino también a toda esperanza de vida eterna. Se pueden vivir treinta días o treinta años de placer prohibido, pero tarde o temprano vienen la pérdida de paz y el juicio de Dios. Son inevitables.
Una sola cosa vale en esta vida: hacernos amigos de Dios. Sometamos nuestra vida al señorío de Cristo. Él no sólo nos dirigirá por caminos de paz sino que nos dará además la esperanza de vida eterna. Con esto, tal vez no tengamos treinta días de placer carnal, pero sí todo el resto de la vida en paz y tranquilidad, y luego toda una eternidad de felicidad indescriptible con Cristo.