Opinión - 22/9/13 - 12:56 AM

¡Y era sangre de verdad¡

La sangre que corre por nuestras venas y arterias es real y gracias a ella, nuestro organismo se oxigena y se nutre. Esta sangre que es

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La sangre que corre por nuestras venas y arterias es real y gracias a ella, nuestro organismo se oxigena y se nutre. Esta sangre que es bombeada por nuestro corazón va limpia y oxigenada por las arterias y vuelve sucia por las venas para ser purificada en un movimiento continuo y sin ella no podríamos vivir. El sistema cardiovascular es perfecto y es vital para el cuerpo humano. Cuidar con esmero de nuestro cuerpo es un mandato del Señor, porque es el vehículo del alma y templo del Espíritu Santo.

Pues la sangre que corre y tiñe las calles de nuestros pueblos y ciudades también es real y es de un rojo escandaloso, provocada por las manos asesinas que ciegan vidas de niños, jóvenes y adultos. En el mundo, la sangre ha brotado a borbotones de las entrañas de hombres que mueren en guerras provocadas por mentes ególatras y empresas de armas sedientas de dinero. Todo comenzó en la historia como un riachuelo de sangre por la pasión humana desenfrenada por la envidia y la soberbia cuando Caín mata a Abel. Y sigue su trayecto ampliándose como un río caudaloso de sangre por los pueblos antiguos, donde reyezuelos y príncipes jugando a ser dioses invadían los reinos vecinos e imponían su cetro de hierro entre una orgía de muerte y violaciones de mujeres por crueles ejércitos. Y esto es sangre de verdad.

Esa sangre sigue su camino y atraviesa la historia y llega a las repúblicas, reinos y dictaduras y explota en dos guerras mundiales y millones de personas, soldados y civiles son víctimas de armas cada vez más sofisticadas e inclusive más mortales, provocadas por la energía atómica. Esta sangre como un maremoto salvaje se extiende hasta hoy gracias al narcotráfico y el terrorismo, más las guerras civiles que se han ensañado con multitud de víctimas llenando de luto familias y comunidades. Y este drama es real, en el que los ríos de sangre se convierten en mares que nos están ahogando en desesperación y llanto.

Y el verbo encarnado se inmoló en sangre derramada para salvarnos de nuestros pecados. Y es sangre de verdad la que brotó del cuerpo inocente de Jesús por sus heridas en las manos, los pies y el costado provocadas por los clavos y lanza, más la que nacía de su espalda y piernas por los crueles latigazos. Y esa sangre inmaculada, salvífica, redentora y liberadora, que santifica y purifica, que ilumina y resucita, brotó como de una catarata de amor y se mezcló con la de la humanidad, haciéndolo todo nuevo, transformando el pecado en gracia, la muerte en vida, la desesperación en esperanza. La muerte por asesinato del Inocente, el buen pastor, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el siervo sufriente triturado por nuestros pecados, el hijo del hombre, el Mesías y el Amén es culminación de esa real encarnación de Dios, asumiendo toda la realidad humana, aún la más horrible, la de morir violentamente para salvarnos. Y la sangre que derramó es en verdad real, por ti, por mí, por toda la humanidad.

Con su sangre nos rescató del pecado y de la muerte. En el Apocalipsis, en el capítulo 5, aparece la visión del cordero sacrificado con siete cuernos y siete ojos, que simboliza a Cristo, quien murió por nuestros pecados y que tiene plenitud de poder y de conocimiento. Allí vemos a los cuatro vivientes y veinticuatro ancianos que se postraron ante el cordero y cantaban un cántico nuevo: “Eres digno de recibir el rollo y romper sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; hiciste de ellos el reino de nuestro Dios y sus sacerdotes, y reinarán en la tierra” (Ap. 5, 9-10). Y los ángeles cantando: “Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, el saber, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap. 5,12). Y en el capítulo 7 vemos una multitud enorme de toda nación y raza que llevan vestiduras blancas y “son los que han salido de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del cordero” (Ap. 7,14).

El poder infinito de la sangre del Hijo de Dios. Su muerte y resurrección nos abrió las puertas del cielo y esa sangre apacigua la ira divina, nos asume y nos purifica, nos hace hijos de Dios Padre en Cristo Jesús. Esa sangre es real y es del Hijo de Dios y nos conduce al paraíso. Y gracias a esa sangre del Dios hombre seremos invencibles a la muerte eterna. Amén.

Mons. Rómulo Emiliani


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