En esta vida estamos obligados a tomar decisiones para poder avanzar, o sobrevivir. En algún momento de nuestras vidas, el camino se bifurca en dos o más direcciones, y el destino nos pone en la posición de elegir por cuál vamos a transitar.
Podemos equivocarnos o dar en el clavo, pero algo está claro: es mejor escoger un camino que quedarse inmóvil esperando que las soluciones nos caigan del cielo.
En ese sentido, muchos de nosotros tenemos tanto miedo de las decisiones, que sólo las tomamos cuando no tenemos otra salida, cuando todas las otras puertas se nos cierran, y no nos queda de otra que abrir la última que queda.
Por lo general, las personas temerosas de las decisiones han sido sobreprotegidas durante su niñez, han vivido en un mundo de fantasía donde todo lo que querían lo tuvieron a su alcance; no tuvieron que enfrentarse a ninguna dificultad y sus padres no tuvieron la visión de ponerles pruebas o darles lecciones de vida con las cuales aprendiesen que en este mundo no todo es color de rosa.
Pero cuando chocan con la realidad, cuando tienen que valerse por sí mismos, se sienten abrumados ante las posibilidades a elegir.
Todos cometemos errores, y en más ocasiones de las que quisiéramos, tomamos decisiones que no son las más correctas, pero en ese caso lo que hay que hacer es tratar de corregir lo errado y seguir hacia adelante; no echar para atrás o detenernos por el miedo.
Tampoco resulta últil hacer algo por estar acorralado para luego vivir lamentándose sobre lo que pudo ser, sobre todo porque lo más probable es que nosotros mismos nos pusimos en esa posición, por no actuar a tiempo.
Lo único que logramos con lamentarnos sobre el pasado es torturarnos a nosotros mismos, y en algunas ocasiones a quienes nos rodean.
