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"Se cayó solita"

Por: Hermano Pablo | Reverendo

Primero fue una piernecita quebrada. "Se cayó de los patines", dijeron los padres. Después fueron enormes moretones en los ojos y los pómulos. "Sucedió cuando jugaba con el perrito", explicaron de nuevo los padres. Después fue una quemadura en la piel que bajaba desde el cuello hasta la cintura. "Fue con el agua caliente de la ducha", dijeron esta vez los padres.

Pero cuando la niñita, de dos años y medio de edad, apareció muerta en el piso de la sala, eso de que "se cayó solita" no convenció a nadie.

Los vecinos del joven matrimonio habían comenzado a sospechar algo, y cuando la policía realizó su investigación, descubrió la verdad: la niñita había sido objeto de maltrato. Esto incluía no sólo gritos y maldiciones, sino jaloneos y bofetadas y golpes. A los padres de la niña, Jorge y Agustina Mendoza, los acusaron de homicidio.

�Por qué es que algunos padres jóvenes tienen la tendencia a aplicar violentos castigos a sus pequeños hijos? Psicólogos y sociólogos, en su intento de responder a esta inquietud, responden: "Es la tensión económica de la vida." O explican: "Es la furia concentrada y las decepciones que afectan a padre y madre." Aún otros concluyen: "A veces es venganza."

Lo cierto es que hay violencia en los hogares, violencia tal que pone en peligro la vida de hijos pequeños. Recientemente otro sociólogo dijo: "El lugar más peligroso para vivir es el vientre materno, y el segundo es el hogar paterno."

La violencia yace en el fondo del corazón humano. Es algo que está ahí, como la fiereza en los nervios del tigre, y en cualquier momento estalla, sin que la persona lo advierta, e incluso sin que la busque.

Lo triste es que las víctimas de esta clase de violencia siempre son los que no pueden defenderse. En la mayoría de los casos es el hijito o la hijita, que por no poder refugiarse, sufre lo indecible a manos de sus propios padres. A algunos esto les parece increíble, pero sucede.

A Dios gracias que hay una manera de quitar la violencia del corazón. Si permitimos que Cristo, el Príncipe de paz, viva dentro de nosotros, su presencia dominará esa furia interna que nos consume y la cambiará en paz y amor.



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